Para
los que alguna vez recorrieron los pequeños pueblos del noroeste argentino,
entrar a San Cristóbal de las Casas puede resultar tan familiar como llegar a
sitios como Purmamarca o Iruya, aunque el contexto de montañas boscosas y
selváticas te recuerdan que estás en el sur mexicano. Entre quienes me
recomendaron lugares para visitar dentro del país, prácticamente todos
mencionaron a este poblado del estado de Chiapas que parece creado para
deslumbrar a los viajeros más variados.
Cualquier
turista se sentirá a gusto con sus incontables cafeterías, donde se pueden
disfrutar tanto cafés como cacaos orgánicos cultivados en la región, o también
deleitarse con las panaderías francesas en las que se puede encontrar todo tipo
de exquisiteces de la pastelería gala. En San Cristóbal (Sancris, de ahora en
más) hay hoteles de lujo, spas, centros de yoga y meditación, y una oferta de
masajes y tratamientos de los más variados. Pero a la par del despliegue
preparado para los visitantes temporales, este pueblo es algo así como un
páramo para los más variados artistas callejeros, artesanos o simples viajeros
interesados en conocer aquellos lugares a los que mucha gente considera
“mágicos”.
Después
de una corta estancia en Palenque, entré al pueblo durante una siesta
lloviznosa y fresca, que mostraba el clima que impera por aquí desde los
primeros días de junio, con mañanas claras y soleadas, pero con siestas regadas
casi a diario por lluvias de distinta intensidad, y con noches tan frías que
pueden ser punzantes. Pensaba que este sería otro lugar de paso, pero a poco de
llegar, caminando bajo el agüita entre calles de piedra y construcciones
coloniales, comencé a pensar que podría quedarme un tiempo considerable.
Deslumbrado por la belleza de esas callejuelas coquetas, lo primero que me hizo
pensar en una estancia larga fue ver tantos carteles con el mensaje “Se busca
mesero/a” en bares, restaurantes y cafeterías. “Aquí podría conseguir trabajo
rápido”, pensé, antes de instalarme en uno de los hostels más baratos –e
interesantes– del pueblo, KZA Libertad, un emplazamiento de aires anarquistas
donde nos recibió Tadeo, un italiano no vidente que con una sonrisa gigante nos
dio la primera muestra de que llegábamos (con Eric Fitt, el norteamericano que
nos contó sobre Pakal en el texto anterior) a un lugar tan amable como
impregnado por los ideales del zapatismo y distintas luchas libertarias.
EL CORTO RETORNO DEL MESERO
Pocos
días después ya trabajaba como mesero en Entropía, uno de los tantos bares
cercanos a Real de Guadalupe, la peatonal principal, y junto a Eric habíamos
convencido a Emma, una portorriqueña que acababa de inaugurar una posada en su
casa, de que nos brindara hospedaje a cambio de algunas tareas básicas relacionadas con el posicionamiento de sus
habitaciones en el mar insondable de Internet.
Parecía
reiniciado el ciclo de Cancún, con casa y trabajo asegurados, aunque había un
problema: el Entropía, uno de los locales más lindos para disfrutar de tragos y
una buena cocina (comida mexicana y mediterránea, gracias a la combinación
gastronómica de sus dueños, Melina, del DF, y Silvestre, de Francia), estaba en
una esquina destruida por obras cloacales, lo que hacía casi imposible la
llegada de cualquier visitante. Los clientes escaseaban –como las propinas–, y
me pasé esos días limpiando mucha tierra que entraba de la calle y conociendo a
mis jefes y a Rafa y Vicky, quienes eran los principales encargados de los
platos. Ante esa realidad, entreví la posibilidad de buscar otros bares, pero
la música llegó para sorprenderme una vez más, como cuando se transformó en mi
sostén en el lejano Caribe, semanas en las que salía a tocar en los colectivos
que iban y volvían por la zona hotelera cancunense.
Un
sábado en el que salí temprano del bar, buscaba alguna de las fiestas que todos
los fines de semana se organizan en cualquier lugar donde se pueda reunir un
grupo de personas. El Vampiro, un vendedor de crepas que siempre me tentaba con
sus combinaciones nuevas (coco, jengibre y mermelada de fresas, de lo mejor que
probaron estas papilas gustativas adictas a los dulces), me habló de un evento
que había en el centro cultural Wapani, así que hasta allá llegué. Quería una
cerveza, y claro, ver la posibilidad de charlar con alguien, conocer gente. A
poco de entrar, vi un par de caras conocidas, entre las que estaba la de Joel,
o el Negro Joe, con quien habíamos estado charlando y tocando algunas canciones
en la calle unos días después de que llegara. Hablamos un rato hasta que salió
el tema de la música, de qué hacía con la guitarra. Le expliqué que en Cancún
me había ido bien tocando en los bondis, pero que en Sancris todavía no
encontraba la manera, porque veía que todos tocaban en los bares, algo que
nunca había pensado hacer. El Negro me dijo que su “cumpita” se iba la semana
que viene, y que si quería podíamos ensayar juntos, para ver qué salía.
El
Negro es de Baja California, en el norte mexicano. Un artista y viajero
consumado, un tipo muy piola pero duro, que pasó temporadas en Europa tocando
con toda clase de bandas, y que en Sancris se adaptaba a distintas formaciones
con su bongó. Desde la primera mañana en que nos juntamos a tocar, las cosas
fluyeron de una manera impensada. Fue fácil entenderlo, más tarde: el Negro
había integrado una banda de argentinos que le transmitieron su gusto por
Bersuit Vergarabat y otros grupos que forman parte de la banda sonora de mi
vida desde la adolescencia. Y además quedó encantado con la chacarera, a cuya
rítmica –similar al joropo chileno– no le costó mucho adaptarse.
A
pocos días de los primeros ensayos, dejé Entropía.
APRENDER A TOCAR, TOCANDO
Desde
entonces comenzamos a “talonear” las calles de Sancris buscando las casas de
comida de las afueras del centro, donde muchos de los locales y algunos turistas
desayunan y almuerzan los platos típicos de la zona. Salir a tocar con el Negro
era aprender todos los días, en cada canción, en cada nueva gorra que pasábamos
por las mesas. Pequeños detalles de entonación, del modo de sacar el aire al
cantar, muchas cuestiones finas que yo, cantor de guitarreadas, nunca había
pulido ni pensado pulir.
De
a poco fuimos afianzándonos y conociéndonos, a la vez que armábamos un pequeño
repertorio. Cuando tuvimos unos trece temas que salían bien, conseguimos lugar
en Xoco-lattes and Café, bar chiquito y casi escondido dentro de una galería
señorial. Ahí, con una versión un tanto desdibujada de “Todas las hojas son del
viento”, toqué por primera vez ante lo que podría considerarse “un público”, es
decir ante gente que estaba ahí con cierta disposición a escucharnos. Lo que
siguió después es algo que no está lejos de lo mágico. No sólo conseguimos más
fechas en distintos lugares, sino que nos la pasábamos tocando, ya sea en
locales de comida o en las calles (a la gorra, muchas veces con otros músicos
que se iban sumando mientras tocábamos), o en las mezcalerías, cervecerías o
cafés que nos quisieran tener como ambientadores. Me resultaba difícil creer
que nos pagaran, nos dieran de tomar y de comer, por hacer música.
El
dúo funcionaba, pero era evidente que le hacía falta algo más. Y ese algo más
pronto pasó a llamarse Gonzalo Tahhan, músico santiagueño –uno profesional,
cabe aclarar– afincado desde hace tiempo en Buenos Aires, quien ya tiene un par
de discos grabados con la agrupación Shunkos, e incluso tuvo un paso fugaz por
el reality show “El artista del año”, en el 2013. En momentos distintos, el
Gonza nos había deslumbrado con su calidad para tocar la guitarra y cantar, y
con la sencillez de un argentino del interior, tan cercano a mis orígenes. Con
el Gonza, el Negro podría haber encarado un dúo nuevo, pero pronto nos
encontramos ensayando los tres, y pronto también comenzamos a tocar.
Estar
con el Negro y el Gonza hizo del aprendizaje algo casi permanente, y con cada
práctica o toque sacaba nuevas lecciones. La dinámica de las juntadas hizo que
se armara, más allá de un trío musical, un grupo de amigos. Estábamos
prácticamente todo el tiempo juntos, tocando o ensayando, o buscando los
instrumentos, o llevándolos, o tratando de encontrar nuevos lugares en los que
tocar. Y en el medio interiorizándonos de las vidas de los otros, hablando de
todo, compartiendo mucho más que canciones.
Andar
callejeando nos hacía conocer a mucha gente, y nos manejábamos con una
comodidad y soltura que hacía pensar que habíamos estado ahí desde hace años.
No es que nos creíamos los dueños de Sancris; simplemente nos movíamos como si
estuviéramos cada uno en nuestros lugares.
No
sé qué hubieran sido de mis días si no volvía a cruzarme con esa redentora
eterna que es la música. Pero lo cierto es que San Cristóbal, para mí, fue
mágico por volver a descubrir en ese arte no un sólo reparo, una terapia
privada de las cuerdas que calma a la vez que deleita. San Cristóbal fue mágico
porque gracias a los dos monstruos que acompañaron mi camino pude ser, en esa
otra vida, algo muy parecido a un músico.
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