Aún no sé cuántas crónicas seguirán
a esta que comienza ahora, pero sí sé cuánto tiempo de viaje tengo por delante.
Poco más de un mes.
El horizonte corto puede oler a
despedida, pero antes que eso pretendo comenzar una intensificación de lo
contado, una pequeña aceleración: habrá más textos y saldrán más seguido. Y no
sólo eso. Todo este proceso comienza ahora, con un salto hacia adelante.
Porque estaba en Chiapas (sur
mexicano), pocos días después de visitar el caracol zapatista de Oventic.
Debería seguir desde ahí, desde las siete de la mañana de aquel 13 de julio,
desde el semáforo a las afueras de San Cristóbal donde comenzó largo el
trayecto que recorrí hasta llegar a Cartagena de Indias (norte colombiano). Pero
si queda poco de viaje me gustaría que ese lector que reinvento en cada texto esté
más cerca de donde escribo, en el tiempo y en el espacio.
Así que aquí estoy ahora, sentado
en un rincón poco iluminado de la galería del hostel Greenhouse, en el glamoroso y colonial barrio San Diego, en la
colonial y glamorosa Ciudad Amurallada. Como muchos otros locales de ropa, de
comida, de cambio de monedas o hostels de esta zona, éste funciona en lo que
siglos atrás fue la casa de alguna de las tantas familias de la aristocracia
cartagenera. Consulto a Eduardo, encargado esta noche, por los dueños
originales del lugar, pero no lo recuerda o no lo sabe, aunque me regala una
mínima precisión. “Fue construida a principios del siglo XVI, eso sí”, me
asegura.
Son las once y media, y esta hora silenciosa
y refrescada por un ventilador de techo no puede ser más distinta a la de
anoche.
Anoche estábamos en Playa Blanca,
una profusión de arenas clarísimas bañadas por el mar Caribe, en la isla Barú. Y
había tormenta.
El hostel Las aventuras de Pipocho lleva ese apelativo (hostel) porque es una
convención del turismo planetario, pero sus instalaciones –como casi todas las
de la isla– no suelen ser más que un par de techos de palma debajo de los
cuales se cuelgan varias hamacas, una que otra habitación más o menos modesta,
una pequeña cocina (que son más bien depósitos de utensilios y ollas, porque
siempre se cocina al aire libre) y otro pequeño baño. Todo en comunión con la
arena de la playa, que es el suelo en todo momento. No hay cloacas, ni
servicios de agua, gas ni electricidad. Y había tormenta.
Unas horas antes habíamos preparado
dos pollos y un bife de cerdo a la parrilla, con arroz a la colombiana (bien
seco, lleno de sabor a ajo y cebolla). Compartimos la cena entre varios, más de
seis o siete, ya que era una suerte de despedida para mí, que dejaría la isla
al otro día. Pero cuando las nubes negras y relampagueantes comenzaban a
adueñarse de la oscuridad, los pocos comensales fueron retirándose, y cerca de
la medianoche sólo seguíamos en pie Facundo (bigotón y poeta, de aires punketas
pero sereno, aunque calentón), de Morón; y Francisco (malabarista con alma
viajera, gran cocinero, esa clase de pillos incansables que saben hacerte cagar
de risa en cualquier instante), de San Juan. Armábamos un trío empecinado en
seguir jugando al truco y escuchar más canciones en la portátil de Facu,
mientras la batería siguiera con vida.
Todos dormían menos nosotros y el
cielo, desde donde llegaba un discurso constante saturado por la retórica del
trueno. Hubo rayos que iluminaron todo por algunos segundos, mostrándonos
instantáneas del mar furioso y cercano. Otros estallaron a pocos metros y nos
pusieron una tensión en el cuerpo que nos acompañó toda la noche. Estábamos
entre dormirnos o seguir, y la tormenta parecía decirnos “quédense, muchachos,
ya verán”, y soltaba un trueno corto y ensordecedor para empezar a
corroborarlo.
Todavía no comenzaba a caer la
lluvia, pero el viento venía cada vez más frío y húmedo. Bajo el gran techo donde
se cuelgan las hamacas, sentíamos que el agua nos comenzaría a llegar en
cualquier momento, y decidimos mover la mesa roja que también forma parte del
espacio. La corrimos, silenciosos, a un corto pasillo que se forma entre las
dos cabañas del lugar. (En una cabaña dormía “Boye” con Geraldine; la otra
funciona como depósito de seguridad de casi todas nuestras pertenencias).
Cuando terminamos de acomodarnos,
con la vela al medio de la mesa y la compu de Facu todavía viva, llegaron las
primeras gotas, que gradualmente comenzaron a convertirse en un inconfundible
aguacero de tormenta tropical. Las gotas habían desaparecido en un mar
descendente de baldazos.
Estábamos protegidos, teníamos luz,
teníamos música, pero ya no quedaron fuerzas para seguir con el truco, y sí
para horas de charlas y ganas de ensuciarnos la voz y los pulmones con
incontables cigarros.
Escuchábamos la música, los ruidos
de los truenos que estallaban por todos lados. Nos veíamos entre nosotros a la
luz de la vela (guarecida dentro de una botella de plástico semi-transparente),
o de súbito iluminados (blanqueados) por relámpagos increíblemente largos,
consecutivos en muchos casos.
Charlábamos: Facu compartió mucho
de la historia de su madre, de la adicción al alcohol de su madre, que lo
mantiene alejado de ella; de su pasado como miembro activo de numerosos
colectivos culturales en el Conurbano Bonaerense. Viaja desde hace más de dos
años, y lleva consigo lo que él llama “una maqueta” de un futuro libro de
poemas suyo, “Trip”. Nos interpreta uno de los poemas. Tiene un ritmo acelerado
y tono de denuncia, de denuncia enojada, pero es un enojo inteligente, una
bronca que sabe qué es lo más choto del sistema; una rebeldía justificada. Me
gustaría transcribirlo pero Facu ahora está en Playa Blanca (sin Internet) y
esa noche no tomé el recaudo de hacerlo en ningún cuaderno. Quizás lo consiga
pronto y entonces vuelva para editar este texto y lo incluya. Pero esa noche
después del cuento seguimos charlando, primero comentándolo con Francisco y con
Facu, después tratando de hilar las conversaciones que surgieron a partir de
ahí y de las nuevas historias que Facu compartía.
El Fran, un sanjuanino de 21 años
con una energía bárbara, habló sobre los motivos que lo llevaron a encarar su
viaje, de la desconfianza o poca fe que muchos tenían cuando salió de su casa a
fines del 2014, con apenas 400 pesos. Disfruta muchísimo estar en Barú porque
es un paraíso, pero también por sentir que llegó mucho más lejos de lo que él
preveía y creía posible, y en ese descubrir de sus propias capacidades de
supervivencia y traslado cree haber sorprendido a muchas personas de su entorno.
No hubo más partidos de truco pero
hubo unos minutos más de música en los que pusimos algo del Flaco Spinetta y
algo de Calle 13, mezclados con música de autores desconocidos que el Facu fue
mostrándonos. Algunas canciones funcionaron a la perfección con el telón de
fondo de la lluvia y los truenos.
Cuando la computadora volvió al
estado vegetativo, la lluvia aún caía con fuerza y el concierto de truenos y
relámpagos seguía sonando como desde el principio. Aquellos sonidos imponentes siguieron
formando parte de esa conversación continua, sólo interrumpida por el estallar
de algún rayo cercano, o ante la inminencia de un bramido demoledor, anunciado
a lo lejos por un haz incandescente.
En Playa Blanca no hay lugar para
los relojes, por lo que no supimos a qué hora nos dormimos. Sin embargo algo
como una claridad matinal se dejaba ver en el cielo encapotado cuando los tres,
exhaustos hasta de pestañear, nos guardamos en las hamacas.
El leve plan que había hecho el día
anterior (levantarme temprano, irme temprano) se desbarató en la mañana. A las
siete, cuando Wilson, el vendedor de papas, llegó como todos los días hasta Las aventuras…, me levanté demolido por
el sueño y con ganas de volver a echarme. Como casi todos los días, con el Fran
nos mandamos dos papas y una bolsa de jugo de guayaba, pero esta vez, veinte
minutos después de levantarnos estábamos tirados en las hamacas, estirando el holgazaneo
de las primeras horas un poco más.
Si me iba temprano podría agarrar
una de las lanchas rápidas que parten desde las seis, y llegar a Cartagena
antes del almuerzo (algo que figuraba en el leve plan mencionado antes). En
cambio, me quedé a completar una de las jornadas más lindas que recuerde
durante el viaje, con una serie de pases a la pelota con el “Boye” en la
pequeña franja de arena que el mar nos dejaba a la otra mañana (todavía
nublada), y nuevas charlas y abrazos de despedida llenos de alegría y buenas
vibras para lo que se viene.
Estuve mucho tiempo en Barú. Ése
lugar, las personas con la que me crucé, lo vivido ahí, merecen un par de
artículos, pero ya iré por ellos. Antes de llegar a Colombia recorrí parte de
México, Guatemala, El Salvador, Nicaragua, Costa Rica y Panamá, y trataré de relatar
ese viaje en los próximos dos textos (quizás tres).
Tengo poco más de un mes de viaje
por venir. Pero intentaré que las crónicas sean muchas.
Espero que me sigan. A partir de
aquí imaginaré a un lector más cercano.