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16 de septiembre de 2014

El negro cordobés

La publicación de Odisea del cangrejo y La milicia del diablo invitan a un abordaje del género policial que se escribe actualmente en nuestra provincia
“El género negro parece ser el campo en el que se libran las batallas más cabales en esto que podríamos llamar la operación rescate de la realidad”. El planteo del escritor catalán Sebastia Jovani, expuesto meses atrás en una conocida publicación de tirada nacional, invita a centrar la mirada en esa rama literaria que cuenta con una larga tradición en Argentina, pero con un poco conocido –y aún menos analizado– universo de obras en la provincia en la que la policía es un eslabón del narcotráfico, los crímenes aberrantes se naturalizaron tanto como la inflación, y donde se afirma que funcionarios del más alto rango son versiones vernáculas de los mafiosos más siniestros.
Si las sociedades fragmentadas y los gobiernos corruptos son el mejor caldo de cultivo para la novela policial, éste no puede ser un escenario más propicio para escribir en clave negra.
Abordar la historia del policial escrito en Córdoba excedería estas líneas, pero resulta interesante recordar el inconseguible Casos policiales, publicado en 1912. Este libro de Vicente Rossi (firmado bajo el seudónimo William Wilson) es considerado el primer volumen de relatos del género en el país, y su autor, un montevideano que llegó a Córdoba a fines del siglo XIX, fue rescatado en la antología Cuentos policiales argentinosque Jorge Lafforgue preparó para Alfaguara en 1997. (Una pequeña incursión en Internet permitirá al lector curioso leer el cuento “Los vestigios de un crimen” en una versión online de la Biblioteca Nacional.)
López y Llamosas
Después del uruguayo Rossi fueron muchos los que continuaron ampliando los límites del género que parió la pluma de Edgar Allan Poe. Por eso, y para no caer en un listado de los (no pocos) que produjeron buenas obras dentro de este linaje, abordaremos dos títulos recientes de Fernando López y Esteban Llamosas, escritores con una vasta trayectoria y un marcado gusto por esta vertiente literaria.
En el caso de López se trata de la reedición de Odisea del cangrejo, novela que resultó finalista del premio Planeta Argentina en 2004 y que en mayo de este año publicó El Emporio. Con un estilo alejado de la clásica novela de misterio o de detectives, el experimentado escritor oriundo de San Francisco crea una voz singular para poner en marcha la narración. El juez Barón Roca, postrado en la cama de un hospital y debatiéndose en una lucha constante contra la muerte, recuerda –sin poder manejarlo, sin un orden cronológico– episodios de su vida. Recorre así los años de su juventud como militante de izquierda, el inicio de su primer amor y los encontronazos con la maquinaria represiva que se enseñoreaba en Córdoba a fines de los ’70.
Como en casi todos los textos de López, el contexto político y las relaciones familiares marcan fuertemente el desarrollo de los hechos, aunque el registro intimista de los pensamientos del juez sea lo que da el tono a esta novela. La pregunta “¿Se puede retroceder tanto en la vida hasta cometer un crimen?”, puesta casi como subtítulo en la tapa de esta edición, sobrevuela a lo largo del texto, pero recién la entenderemos 200 páginas después del inicio, cuando la imagen que nos habíamos formado de Alejandro Barón Roca sea demasiado completa como para no sorprendernos, quizás hasta la decepción, con un personaje respetable y, sobre todo, querible.
Muy distinto es el entramado que se despliega en La milicia del diablo, quinta entrega de los casos del detective Manuel Lespada, la saga con la que Llamosas dice divertirse muchísimo y con la que busca ironizar, parodiar, o más llanamente, “acordobezar” al recordado Sam Spade, detective creado por Dashiell Hammett, uno de los gigantes del género. Lespada y Cherkavsky –su eterno ayudante, ahora devenido en socio–, desde su oficinita en la avenida Colón deberán atender dos casos diferentes: por un lado, la protección de un peluquero amenazado ante la posibilidad de desbancar al secretario general del gremio en un importante torneo; y por otro comprender las misteriosas apariciones de Maitreya, un ser sobrenatural que atormenta a una viuda inestable y triste.
El intento de parodiar a Spade es incompleto, sin embargo, porque en realidad lo que Llamosas consigue es una versión nueva, otro tipo de detective, aunque el molde –enfatizado en la vestimenta y cierta desolación de Lespada– sea el del protagonista de El halcón maltés.
Seguir a Lespada por las calles del microcentro o adentrarse con él en barrio Argüello; verlo enfrentarse a los grandes ladrones de la industria edilicia cordobesa, ubican al lector en un mundo conocido, cerca de las vibraciones y los sonidos de una ciudad que no resulta lejana, como sí puede serlo un boulevard californiano. Más que la parodia o la renovación de situaciones risibles, lo que entretiene y amarra en este libro (también en los anteriores de Llamosas) es la puesta en escena de la ficción en los lugares por donde transitamos todos los días. Esa rara sensación, tan difícil de encontrar, es la que activa otro tipo de compenetración con el relato, y colabora para conseguir una verosimilitud tan profunda que parece desvanecerse en la construcción de una crónica verídica. Porque claro, si estamos en el lugar donde el capo más capo de la Policía maneja los hilos de la delincuencia, ¿cómo no creer que un detective que trabaja en Colón 22 se enfrenta con estafadores que buscan empernar a un grupo de ancianas desde la torre Capitalinas usando a un raro tipo de Anticristo?
Pero no basta, claro está, con ubicar a los personajes en la Cañada para hacerlos creíbles. La destreza de Llamosas reside en tener muy internalizado cómo son sus protagonistas, qué piensan, cuándo cambian de humor. No tiene necesidad de construirlos; sólo tiene que sintonizar con ellos y dejar que fluyan al ritmo de los hechos. Y en esta nueva entrega, además, suelta una verdad que es irrefutable en Córdoba y en todo el mundo: “hay tipos que no necesitan escapar, porque siempre estarán a salvo de todo”.
Hoy y mañana
El género negro se expande, se busca, se reproduce y crece de maneras insospechadas pero sostenidas. En Córdoba, si bien aún no tiene esa horda de seguidores que se hace visible en festivales como los que hay todos los años en España, Colombia, o en Mar del Plata y la Capital Federal, el acercamiento a ese estilo más directo y crudo de reflejar el mundo que nos rodea va creciendo poco a poco. A fines del año pasado, la revista PALP llegó a las librerías locales para tentarnos con el gótico, el terror, y en los dos primeros números hubo textos policiales que capturaron a muchos. En lo que va del año, no menos de cinco títulos de este género se publicaron por sellos de aquí, y se espera para los próximos meses el lanzamiento de una colección que promete mostrar lo mejor del país, desde una editorial cordobesa, como ya lo hicieron la Eduvim y Del Copista, con novelas que aún son buscadas y siguen cosechando premios.
En los próximos días, del 10 al 12 de septiembre, se realizará en nuestra ciudad el Córdoba Mata, la primera edición de un festival que pretende convocar a los mejores exponentes de nuestro país y el mundo. Será una buena oportunidad para escuchar a López, a Llamosas y a muchos otros escritores que hacen de este género no sólo una pasión sino una manera de construir nuevos horizontes literarios.
Algo así como una operación rescate de la realidad.
(Publicado en septiembre de 2014 en la gaceta de crítica Deodoro)

7 de agosto de 2014

Se trata del Mal


Y de repente y sin esperarlo, aparece Gonçalo Tavares. Como otras perlas desconocidas y lejanas, la escritura de este portugués llegó a nosotros por Letranómada, editorial con pocos años pero con un catálogo que no para de crecer, evidenciando una apuesta cada vez más clara por lo singular y lo bello. Apuesta por lo bello no sólo desde la estética de las obras, que en el caso que analizamos ahora, Jerusalén, no deja dudas sobre su condición. La belleza de Letranómada se aprecia también en el formato de los libros; el trabajo con la portada y la configuración interna dan como resultado unos volúmenes tan atractivos que es difícil dejarlos de lado cuando los vemos. Y apuesta por lo singular también desde la edición, que transmite un cuidado obsesivo que se agradece por la –casi total– ausencia de errores, algo inusual en los tiempos que corren.
Jerusalén
La amabilidad de lo dicho hasta aquí servirá, paradójicamente, para entrar en otro territorio, uno mucho más oscuro y denso. Porque este libro de buenas hojas y páginas ágiles contiene en su interior la búsqueda, el surgimiento y el triunfo del Mal. Aquí va con mayúsculas porque su presencia a lo largo del relato lo transforma en el personaje principal, el titiritero detrás de escena, la sombra que le dicta al narrador por cuáles senderos conducirnos a nosotros, anhelantes y temerosos lectores.
El narrador aquí, omnisciente y frío –pero presto a revelar los rincones más íntimos de sus criaturas–, es Tavares, autor de un estilo personalísimo y distinguible a la legua, un constructor del detalle y un gran administrador del suspenso y la pausa, usada a veces en momentos tan inesperados que puede resultar molesta. Si hasta ya lo retó Saramago, cuando le entregó el premio que lleva su nombre: “no tiene derecho a escribir tan bien a los apenas 35 años. ¡Dan ganas de pegarle!”. Era 2005 y se refería a Jerusalén, la “más intensa” de las novelas que componen la serie El Reino, donde el portugués al que dan ganas de pegarle de lo bien que escribe se adentra, con lentitud y un plan diseñado para construir asombros, en la alienación y el mal.
En las primeras líneas encontramos a Ernst en una habitación oscura, junto a una ventana que invita a probar el vértigo de la caída, y un teléfono que suena y suena. Todo preparado para un suicidio que no ocurrirá, porque recién comenzamos y aún es temprano para muertes. Y Ernst contesta y de inmediato –transcurrieron apenas cuatro líneas– ya estamos conociendo a Mylia, que pondrá en movimiento la historia y será uno de los ejes sobre los que avanzará el argumento.
Tavares
Gran parte de la producción de Tavares fue editada por Letranómada.
Con la rapidez con la que Ernst apareció y se esfumó, así van surgiendo todos los personajes que pueblan estas páginas. Es muy interesante la manera fragmentaria en la que se nos muestra a cada uno de ellos en vistazos breves, muchas veces solos, aunque ya se intuyen hilos conectores que veremos con claridad más adelante. Como si se tratara de un director de cine trabajando en la deconstrucción del relato, armando secuencias de toma corta tras toma corta tras toma corta, así avanza Tavares, exponiendo diferentes capas cada vez, haciéndolos ir y volver a escena con naturalidad y en el instante más indicado. Si la forma es la trama, y si la trama es un tejido, podemos adosarle a esta novela la textura de un sweater de hilo, de esos a los que se les puede distinguir con claridad la materia prima pero que no llegamos a explicarnos cómo pudieron hacerlo. “Es un trabajo de la san puta”, solemos decir sobre la prenda, y lo haremos también sobre este texto.
Hablábamos del Mal, pero para volver a él quizás sea necesario, ya mismo, introducir a Theodor Busbeck, ex esposo de Mylia y otro de los protagonistas humanos (reina el Mal, no lo olviden) en este entuerto. Porque en Jerusalén todos los personajes, a su manera, tienen al dolor como guía y compañía inevitable, pero Busbeck se destaca no sólo por los avatares con que la vida lo golpea, sino también porque su carrera científica, relacionada al análisis de la mente, está dedicada por completo al estudio del horror (o de ya sabenquién) provocado por la humanidad. Salvo una “T” mayúscula, no hay nada concreto que nos haga pensar en esto, pero las conclusiones a las que va arribando Theodor en sus extensas investigaciones pueden considerarse las que Tavares fue acumulando con estas novelas, y hacer de la indagación del personaje una vía reflexiva del creador. “El progreso depende sólo de la velocidad del mal y de las respuestas que éste provoca, murmuraba para sí mismo”, escribe Tavares sobre Theodor, y la diferencia que los separa –porque uno no existe sin los tecleos del otro– parece quedar reducida a antifaz para decir verdades.
Esa energía negra –término que robamos de una de estas páginas– que recorre todo el libro y lo sobrecarga de golpes, abortos forzados, secretos, mentiras y otros elementos igual de siniestros, hacen pensar que Jerusalén puede incorporarse al expansivo género negro, aunque el autor no persiga la credencial que comenzó a entregarse desde que los primeros émulos de Chandler y Hammet se multiplicaron por el orbe. Resulta enriquecedor cuando alguien se mete de lleno en el género sin buscarlo ni apelar a los mecanismos, herramientas y tipos de personajes que lo conforman. Es enriquecedor y saludable, porque cuando eso ocurre es cuando las fronteras de la novela negra, siempre difusas, se ensanchan aún más, mostrando, como en este caso, que al abordaje del Mal nunca le sobrarán obras.
Y no, permítanme un párrafo más que aún no me voy. Porque sobre estos libros, los excelentes, siempre quedará algo más por decir. Pero quiero que no lo lean aquí, sino allá, en Jerusalén. Algún día extraño rondarán los estantes de una librería, y puede que se topen con ese lomo amarillo con letras negras. Agarren al bicho, presten atención a lo que quieran, y cuando estén listos vayan al capítulo XI, página 95. Comiencen por ahí. Si terminan ese capítulo, estoy casi seguro, saldrán con el libro en sus manos. Lo hayan pagado o no.

11 de junio de 2014

El devenir paraonico

El italiano Luigi Zoja, psicoanalista de vasta trayectoria como terapeuta, académico y escritor, vio una zona oscura en la disciplina que lo apasiona: la paranoia colectiva fue dejada de lado por los estudiosos de la psiquiatría y la historia. Analizada en casos individuales, la paranoia clínica fue y es desmenuzada alrededor del planeta, pero en su versión social, entremezclada en la masa y la cotidianeidad, se escabulle, desaparece, “cae en la categoría de los acontecimientos sin nombre”. Para subsanar esta carencia, Zoja expone la manera en que la “locura más lúcida” moldeó las mentes de millones de personas, y provocó la muerte de muchas más. Lo hace a través de un libro cuyo título no puede ser mejor: Paranoia. La locura que hace historia.
Paranoia
El juego de palabras puede parecer una exageración para multiplicar las ventas, pero el abordaje multidisciplinario realizado por Zoja –con preeminencia del análisis psicológico y la reconstrucción histórica–, pronto lleva a compartir con el autor que “la paranoia podría afirmar con todo derecho: ‘La historia soy yo’”. Tremenda sentencia se asienta en la reconstrucción de innumerables acontecimientos que marcaron el devenir de la humanidad, pero que hasta ahora no habían sido analizados desde la perspectiva que este autor emplea para explicar su irrupción.
Consciente de la osadía de su apuesta, Zoja inicia su texto haciendo una amplia revisión de la paranoia como enfermedad. Ese primer capítulo, que sirve como marco necesario para lo que vendrá –y hace al libro accesible para el público no especializado–, invita a la relectura y también a su publicación en soledad, como un libro desgajado que podría de llamarse “¿Qué es la paranoia?”. Esa pregunta queda saldada en estas páginas, donde se plantea la dificultad que acarrea este padecimiento. Porque si de por sí resulta complicado distinguir a un paranoico individual, ¿cómo detectar la paranoia colectiva cuando ya está teñida por el velo de la normalidad? Desde los primigenios mitos griegos, hasta las medidas de control migratorio adoptadas por Europa en los últimos años, Zoja expone cómo los nucleos delirantes, la coherencia absurda, la inversión de causas y otros elementos que conforman la construcción lógica paranoica están tan presentes como las motivaciones económicas, y son más determinantes. El problema reside en que la paranoia se asienta sobre reflexiones, se edifica a través de pensamientos bien estructurados. No importa cuán errado sea el origen de la maquinaria deductiva; una vez iniciada, la paranoia la mantendrá indiscutible.
Cuando se piensa en paranoia y en historia, es fácil llevar la mente a líderes como Hitler o Stalin. Y sí, Zoja expone las grandísimas dosis paranoicas de estos y otros provocadores de catástrofes humanas. Pero para mostrar cómo la paranoia puede asentarse en las sociedades y llegar a ser invisible, el autor reconstruye los orígenes de una de las cargas más pesadas que Europa trajo al mundo: el nacionalismo. Su consolidación en la organización política planetaria esconde el impulso paranoico que le dio origen, y sigue provocando muertes hasta el momento en que se escriben estas notas.
(Publicado en junio de 2014 en Le Monde Diplomatique, edición Cono Sur)

15 de abril de 2014

Hacia los orígenes de Cuba

Padura es hoy mundialmente conocido por su serie de policiales protagonizados por el detective Mario Conde y por El hombre que amaba a los perros, novela que lo ubicó en ese selecto grupo de escritores que gozan de reconocimiento masivo a la vez que son respetados por colegas y críticos. La prosa de este cubano siempre afincado en Mantilla pasa su hora más alta. Por estas razones, El viaje más largo llega en un momento propicio para la difusión de una obra esencial, y casi desconocida, de quien supo integrar una renovadora generación del periodismo en la isla más conocida del Caribe.
Viaje más largo
Corría 1980 cuando un joven Padura, recién egresado de la Facultad de Filología de la Universidad de La Habana, halló su primer destino laboral en El caimán Barbudo, revista donde publicaban los jóvenes creadores cubanos. Pero los experimentos que se ejecutaban allí duraron poco, y en 1983 Padura y otros compañeros fueron enviados a Juventud Rebelde, donde se suponía que los reeducarían ideológicamente. Lo que parecía una operación de adoctrinamiento, no obstante, resultó todo lo contrario, porque la dirección del diario encomendó a los recién llegados la misión de hacerlo más atractivo, y para eso les brindaron las condiciones con las que sueña todo periodista: tiempo ilimitado para las entregas, todo el espacio que requiriesen los textos, recursos para viajar por el país y libertad para elegir los temas. Lo que iba a ser un corsé ideológico se transformó en un trampolín de privilegios impensados.
De aquellos años son los escritos compilados en este volumen, que ostentan la profundidad, dedicación y multiplicidad de abordajes que se espera del mejor periodismo, a través de una mano que ya se mostraba nutrida de gestos narrativos. Se ha dicho que estos escritos están construidos “a contrapelo de los cánones propuestos por la memoria oficial”, pero más que una discusión con las concepciones desde las que replantear el pasado, Padura entra de lleno en esa “cubanía extraviada” que menciona el subtítulo del libro a través del viaje hacia los orígenes del país, a los confines de una conformación sociocultural que se gestó a lo largo del siglo XIX, con la influencia de catalanes, chinos, franceses, norteamericanos y otros migrantes que arribaron a las costas cubanas para mejorar sus vidas y multiplicar las características de una nación. El Padura que sabe exponer las mayores flaquezas pre y postrevolucionarias aquí está en segundo plano, y tiene preeminencia el descubridor embelesado, el nostálgico que rescata con la mayor rigurosidad posible los lugares, personajes y recuerdos de “un mundo que se acaba”.
Además de la perlita que es el texto sobre Walsh –el único que no es de los 80–, las crónicas sobre la muerte del proxeneta Alberto “el Rey” Yarini y sobre los orígenes del ron Bacardí muestran lo mejor de este joven que ya deja entrever hacia dónde irán sus trazos. Y convalida la definición que la Guía de la novela negra, del apócrifo Malverde, brinda sobre Padura: “lo más importante es que es un hombre inquieto, que se hace preguntas, un hombre que, viviendo donde ha vivido y leyendo como ha leído, no puede más que asediar el concepto de utopía con uñas y dientes”.
(Publicado en abril de 2014 en Le Monde Diplomatique, edición Cono Sur)

3 de febrero de 2014

Lecciones para otra vida

“Leñador es una novela sobre la quietud, la certeza y la textura de las cosas.”
Pocas veces la frase de una contratapa es tan acertada como la que acaban de leer. Quince palabras son suficientes para sintetizar este coqueto mamotreto de 520 páginas que, ya lo saben, se llama Leñador y es una obra (por ahora no diremos novela) de Mike Wilson, nacido en Estados Unidos y criado entre Chile, Paraguay y Argentina, y que actualmente trabaja como catedrático de Letras en la Universidad Católica del país de los Parra.
Leñador
Bien; se nos habla de quietud, certeza, texturas… y eso es lo que encuentra el protagonista de este viaje, un tipo que combatió en la Guerra de Malvinas y que, abatido tras el fracaso “en las islas y en el ring”, buscará dejar atrás su pasado y se irá bien lejos, a un campamento de leñadores enclavado en pleno Yukón, extremo noroeste de Canadá. Ahí vivirá experiencias únicas, aprendizajes sólo realizables en ese contexto alejado, silencioso y a la vez cobijante. Lo mágico de su travesía, que también es lo mágico del libro, es la tarea que emprende apenas llega a ese rincón más poblado por árboles y animales que por personas. Porque el protagonista lo es porque narra sus días, pero sobre todo por la manera en que elige hacerlo: el centro de su escritura es el entorno. Se empeña en descripciones minuciosas sobre las herramientas que emplean los lugareños y sobre sus variantes y modos de uso; avanza amontonando datos sobre animales y plantas, sobre sus costumbres, y también sobre las costumbres, mitos, tradiciones y mañas de sus compañeros de campamento.
Sólo de a ratos, como pequeñas islas en un lago de aspiraciones enciclopédicas, aparecen sus acciones, su visión sobre las vivencias, sus recuerdos, su sentir. Son momentos de un trazo más transparente y de menos peso, siempre más cortos, más concretos, pero también más intensos. Es la combinación de estos planos tan distintos, aunque íntimamente relacionados, lo que hace de Leñador una máquina de teletransportación para quien firme el contrato de lectura que Wilson propone. Siguiendo al narrador, prestando atención a los detalles que emplea para enseñarnos el correcto uso del hacha o la mejor manera de mantener con vida las extremidades durante el invierno, entre las cientos de lecciones incluidas aquí –si hubiera más espacio transcribiría íntegras la receta del guiso y la de la elaboración de Guinnes, la cerveza negra que preparan los leñadores–, no podremos evitar percibir un súbito traslado a otro lugar, a otro estado de las cosas, a otra dinámica de lo cotidiano.
Está entre hombres que “respetan pero no temen la naturaleza”; muy por el contrario, su conocimiento es tan profundo que la cercanía es tan inapelable como la relación que nosotros tenemos con los colectivos, los semáforos, los ascensores y la dureza del suelo que pisamos a diario. Pero aquí no hay enfrentamientos ni choques: hay compenetración, entendimiento, interacción simbiótica, organismos entrelazados. “Me desplazo y cambio, y el bosque cambia porque yo he estado en él y yo me transfiguro porque el bosque ha estado en mí”, expresa este hombre sin nombre a quien se llega a conocer tanto y que, dejando de lado comparaciones literarias que podrían ser forzadas, recuerda al protagonista de Grizzly Man, Timothy Treadwell, quien fue matado por un oso pardo durante una larga y documentada estadía junto a esos gigantes en Alaska. El paralelismo sólo llega hasta ese deseo de internarse en medio de la naturaleza, recurrir a ella para huir, porque quien escribe en Leñador tiene bien en claro que los osos son eso y no “hermanos” o “amigos”, como anhelaba Treadwell.
¿Qué busca el narrador? Hay un atisbo de sus intenciones, que nos dejará por fin decir que esto es una novela. “Quizás ante la obsolescencia de un texto éste se vuelva literatura, se vuelva arte. El manual, el almanaque, la guía, pasa a ser novela, una novela dotada de una honestidad brutal sin artificio, sin pretensiones ni ambiciones literarias, sin ánimo de vanguardia ni de experimentación, simplemente un texto libre de espejismos.” Pero ahí hay algo que se nos va, un pequeño engaño. Porque sí, podemos decir que estamos ante un manual, una guía, pero la honestidad brutal de la novela, la falta de artificio, no son tales, ya que lo que Wilson hace –y que encubre detrás de un gran narrador– no es otra cosa que armar una ficción gigante. Realista, sí, detalladísima y enciclopédica, sí. Pero teje un argumento sobrecogedor que se encuentra montado en cada frase, sea ella un recorrido por la historia de los eclipses o un registro sumario de la alimentación de las ardillas.
Hay, con todo, una falencia a lo largo del texto. Pero me limitaré a decir que existe y no la describiré porque se trasluce aquí, y se hace más evidente durante la lectura de la novela.
Este artículo fue escrito, por si hasta aquí no quedó claro, para crear lectores de Leñador, adeptos que gozarán porque otra clase de historia transcurre ahí adentro. No una de aventuras, ni de fantasía, tampoco de misterio. Adentro espera, agazapado, el devenir de un hombre que de tan bien fraguado se confunde con una vida.
Publicada en Chile por Orjikh Editores, Leñador se puede conseguir entrando acá. 

9 de enero de 2014

El narrador que juega a ser malo

Que la tapa de Recuerdos de Córdoba esté copada por un gato con cuatro ojos, un gato serio y alerta, dice más sobre el contenido del libro que el título elegido por Flavio Lo Presti para dar nombre a este compilado de artículos publicados en Ciudad X, la revista cultural –devenida en suplemento– de La Voz del Interior. Con esa mirada doble, a la vez hipnótica y un poco espeluznante, el gato dice más que el título porque representa la atención y sagacidad con que se tiene que ejercer toda buena crítica literaria, que es lo que predomina en este conjunto, y porque anticipa esa clase de miradas que pueden resultar molestas si se fijan con suficiente intensidad en lo que estás haciendo.
Lo Presti
Con temor a caer en la condescendencia, quiero decir bien pronto que uno de los primeros pensamientos que se me cruzaron mientras leía Recuerdos de Córdoba fue que Lo Presti es un tipo inteligente y que sabe mixturar. Aquí no sólo se mezclan distintos temas, como el cholulismo literario (la persecución de varias “vacas sagradas” y la reconstrucción de esos encuentros), la anécdota privada (el retrato crudo de su padre y el de su propia enfermedad) o los sinsabores de una vida que parece anclada en una medianía incómoda y por momentos vulgar. Más importante es el cruce que ocurre en la construcción de cada texto, que con distintas intensidades mezcla al cordobés inconformista, al cronista atento que aprendió su oficio en la práctica, al crítico jodido que golpea duro si su vara “imperfecta pero rígida” así lo considera y al licenciado en Letras que denosta la teoría o la usa en su favor si el párrafo lo pide.
La variedad del libro invita al resumen, al listado. Por eso me gustaría detenerme en uno de estos híbridos, “El sobretodo de Vicente Luy”, donde se despliega el crítico más férreo y sincero junto al buen narrador, que sabe ir adonde quiere sin apuros, con ciertos rodeos que le dan ambiente al texto y hacen que la idea central caiga por su propio peso. A través de un extenso relato, Lo Presti cuenta cómo llegó a “De Caravana” y también cómo conoció a “XX”, un bloguero insidioso con el que coincidió no sólo en la “precisión para pegarle a la película”, sino también en la falta de disidencias que impera en la crítica cinéfila y literaria vernáculas, ya que no sólo cae el film más cordobés del nuevo cine cordobés, sino también la imagen hagiográfica del poeta Vicente Luy, a quien el bloguero rechaza porque “pasó a la posteridad como alguien ‘mejor que nosotros’ gracias a la indulgencia y la hipertrofia y la falta de crítica en la ciudad”. El artículo tiene visos de realidad, austeridad de crónica sobre hechos que ocurrieron verdaderamente. Pero como en muchos de estos artículos, las volteretas hacen pensar en que gran parte de lo que se muestra es una obra con grandes dosis de ficción al servicio del ácido crítico. Si fuera así, esta sería una de las mejores producciones que se pudieron leer en la fructífera Ciudad X, y lo mejor y más representativo de este libro.
Volviendo a la generalidad: todos los textos gozan de una naturalidad envidiable. Salvo cuando se excede en consideraciones peyorativas sobre su personalidad o su escritura –el recurso más artificioso y por eso más descartable de esta pluma–, Lo Presti parece escribir a sus anchas, cómodo, como si le estuviera relatando una anécdota por mail a un amigo tan exigente como él, con una soltura que hace que parezca falso –y hasta puede que sean burlas disimuladas– cuando confiesa que “toda mi vida quise escribir ficción, y hace mucho que no puedo hacerlo” o se lamenta porque “siempre quise escribir para millones, agradarle a los otros y revertir con un batacazo artístico una vida completa de pequeñez, pero no tengo paciencia y quizás tampoco talento”.
Leí Recuerdos… por primera vez en tres días febriles de noviembre, durante una faringitis casi fulminante, y me da gusto contar que su relectura confirmó lo que pensé entonces: que este libro es para devorárselo en un par de sentadas; que sólo así se lo puede disfrutar en toda su dimensión; que si bien no es una novela ni una obra completamente ficcional se trata de un artefacto fraguado por un narrador, uno que juega a hacerse el malo porque se siente cómodo en “el bando de los críticos”, pero que en cualquier momento podría asumir un rol creativo que también puede jugar. Habrá que ver si se anima a cambiar de camiseta, al menos por un tiempo.
(Publicado en el suplemento cultural del diario Hoy Día Córdoba)

14 de agosto de 2013

El acierto angoleño

Miles de páginas fueron escritas para explicar el poder. Para analizarlo, para advertirnos que se encuentra en todos lados, en cualquier tiempo y lugar en donde una entidad, sin importar sus particularidades, se imponga a otra de la manera que sea. El poder es uno de los grandes ejes de la filosofía, y el objeto más preciado de la política; el que hace que todos los esfuerzos cobren valor. Y en la literatura, que adora mezclarse con esas doncellas del pensamiento y la acción, fue abordado con diferentes intensidades desde tiempos tan remotos que llegan a sus propios orígenes.
Si bien El Silbador no tiene al poder como tema primordial, esta novela expone cómo hasta los actos más sencillos pueden tener una capacidad de influencia comparable con la retórica de un líder de masas.
El silbador
Una lluviosa mañana de domingo, un hombre llegó a la aldea donde transcurre el relato, y luego de contemplar largamente la iglesia, entró en ella con pasos silenciosos. En la semipenumbra de la nave principal, y mientras avanzaba, soltó “un silbido tímido, fino, pero que hacía eco en la pequeña iglesia”. Al notar que nadie lo reprendía, el hombre mantuvo el gesto con variantes armónicas y de volumen, mientras afuera, en los vitrales y las ventanas, se amontonaba un creciente grupo de aves, atraídas por el misterioso sonido. Pero además de las golondrinas y palomas, esa música inusual y penetrante había sido escuchada por el cura, quien luego de mostrarse ante el forastero, y al ver que éste silenciaba su llegada, lo invitó a seguir.
Esa escena puede tomarse como una muestra condensada del tono que marcará este libro de Ondjaki, escritor nacido en Luanda, Angola, en 1977, quien trabaja desde una sencillez desapegada de las estridencias, aunque con una prosa que sorprende por su claridad y precisión.
Después de ese primer encuentro, el misterioso visitante recibirá el permiso del cura para instalarse en una de las habitaciones de la iglesia, a cambio de algunas tareas de limpieza y –razón principal– de entregar cada tanto los sonidos que emanan de sus labios. Con esa presencia como telón de fondo, el narrador irá mostrando los distintos personajes de la aldea, un caserío que bien podría ser un pueblito norteño o alguno de los cientos esparcidos en la región andina, pese a que la descripción de los animales y las plantas nos ubican inconfundiblemente en el sur africano. Así, con un realismo rozado por destellos fantásticos, Ondjaki va mostrando las relaciones que se tejen en esos lugares que no fueron invadidos por la velocidad actual. La sensación, por momentos, es que estamos en un pasado distante, quizás en el siglo XIX o principios del XX, pero la propia lengua de Ondjaki, su estilo, tienen una vitalidad que hacen pensar en una realidad de nuestros días, aunque alejada geográfica y espiritualmente de la cotidianidad de gran parte del mundo.
Encontraremos al sepulturero KoTimbalo, a la bella y esquiva Dissoxi, a KeMunuMunu, otro viajero que llegará a la aldea. Ellos y muchos otros, en sus interrelaciones, expondrán el ritmo apaciguado con el que transcurren sus vidas, aunque pronto serán influenciadas por el soplo vivificador de ese hombre que, desde un rincón oscuro de la capilla, llega a todos los seres que pueblan ese rinconcito africano. Al principio habrá reuniones frente al recinto, pequeñas aglomeraciones que se formarán de un modo imprevisto y natural, ya que nadie permanece indiferente ante el silbido. Pero esos primeros efectos serán mínimos comparados con la efervescencia sensual que habrá el domingo de misa, después de que todos perciban la magia en el interior de esa vieja construcción bendecida por un sonido que, nadie lo duda, es milagroso.
En una de sus últimas entrevistas, el creador angoleño expresó que “acertar es tener un día la sensación de que se contó una ‘historia correcta’. El ritmo, el equilibrio de las fuerzas, el esfuerzo, el estilo, la congruencia, el talento y la sencillez”. Aún cuando el análisis sobre la pluma de Ondjaki sólo surge de esta novela, la única conseguible por estas tierras, no es excesivo asegurar que estamos ante un simple y bellísimo acierto. Logro reconocible, además, para Letranómada, sello que desde nuestra provincia apuesta no sólo por la buena literatura, sino por la búsqueda y traducción de voces poco escuchadas en la región, y que nutren y renuevan el escenario editorial argentino.
(Publicado en el suplemento cultural del diario Hoy Día Córdoba)

8 de agosto de 2013

Construcciones póstumas

La gran ventana de los sueños
“Con la boca empastada, maloliente, despeinado, un viejo se acoda en su cama, busca a tientas entre montones de libros y en un cuaderno escribe, con trazo sólo comprensible para él, unas cuantas líneas. Trata de llevar a las palabras lo percibido momentos antes de su despertar; de transformar en un relato inevitablemente lineal el devenir multiforme y difuso percibido durante su estadía en ese otro universo que llamamos sueño. Ese viejo es Fogwill, y vale aclararlo, porque si no fuese él esas anotaciones formarían parte de los recuerdos privados de una familia, que quién sabe por qué, un hermano desatento, una tía buscando olvidos, una hija obsesionada con la limpieza desecharían entre la basura. Pero es Fogwill y entonces esos cuadernos, después de un trabajo de selección y reescritura, hoy son La gran ventana de los sueños (Alfaguara), el primero de varios libros póstumos que verán a la luz tras la muerte de su creador, que partió en 2010…”
La nota completa, en la web chilena 60 watts.

23 de enero de 2013

Una joya escondida

¿Puedo pedir algo? Pensemos. Pensemos en una montaña. Pensemos en una montaña y en un grupo de personas buscando oro en ella. Unos cuantos van topándose con una que otra pepita, algún mineral raro también, por ahí; poquísimos diamantes se dejan alcanzar por las manos de esos buscadores. Ahora pensemos que la montaña es la literatura, y los buscadores esos lectores que disfrutan de los libros como los desquiciados que persiguen el oro, que cuando dan con una mínima partícula, con apenas un grano de piedra dorada, permanecen azorados observándola, admirando su hermosura, sopesando su eventual valor.
El traductor
La montaña de la literatura es hoy poco visitada por esta clase de exploradores, pero ellos resisten, siguen ahí, bajo el sol o en la oscuridad, transpirados y sucios, cansados y absortos, leyendo. Poco les importa ser cada vez menos. Sólo necesitan deslumbrarse, enceguecerse por brillos nuevos, dejarse tentar por texturas desconocidas. Una de esas piedras bellas y difíciles de encontrar, El traductor, escrita por Salvador Benesdra, salió a la luz allá por 1998, y después de varios años de silencio volvió a la superficie a fines del año pasado, editada por Eterna Cadencia y prologada por Elvio Gandolfo.
En ese texto inicial, el escritor y crítico da las primeras señales de que estamos ante una joyita: siendo jurado para el Premio Planeta de 1995 comenzó a leer el original, y a poco de arrancar su intuición, su vocación de minero literario le hizo decirse a sí mismo “este tipo escribe”, con todo lo positivo que se le pueda cargar al verbo. Al terminar la lectura, la novela de Benesdra quedó en la categoría “premiable” para Gandolfo, pero su opinión no bastó para que ganara, con lo que El traductor terminó siendo finalista, y peor: siguió sin publicarse. La determinación de Benesdra y la buena voluntad de Gandolfo hicieron que la primera edición quedara a un paso, pero a poco de ese logro, en enero de 1996, el autor no consiguió razones para seguir viviendo y sí coraje –o  la suficiente dosis de sinrazón y hastío– para tirarse al vacío desde el balcón de su departamento.
La historia de aquella primera publicación, que incluyó al menos dos ediciones en De la Flor, sigue en el prólogo, pero acá hablamos de piedras preciosas en medio de la montaña. Por eso quizás sea necesario ver el germen del surgimiento de este mamotreto de casi 700 páginas, la cimiente de la que surgió. Porque no se puede explicar la complejidad, la diversidad de El traductor sin tener en cuenta que Benesdra fue un grandísimo estudioso, un lector que había devorado los 22 tomos de las obras completas de Lenin en la adolescencia; que terminó la carrera de psicología en dos años y que luego se doctoró en epistemología genética; que trabajó como periodista en varios medios, entre ellos Página/12 y La Razón; que era un políglota autodidacta que manejaba seis idiomas; que así como se familiarizó con el estructuralismo se adentró en el mundo del budismo zen, en combinación con estudios sobre física, matemáticas, química y por supuesto historia. Un sabio, en suma, uno de esos que se encuentran de a puñados por el orbe.
Sólo teniendo en cuenta semejante cultivo intelectual –que por supuesto va más allá de lo expresado líneas atrás– se puede entender tremenda gesta literaria, que como toda buena obra, como toda buena novela, se construye alrededor una historia de amor. El traductor Ricardo Zevi, alter ego desaforado y exquisito de Benesdra, conoce en un bar a Romina, una adventista salteña que pasa sus días en Buenos Aires buscando nuevos fieles para su congregación. Pese a ser judío sefaradí, Zevi descree de todos los discursos religiosos, pero esto no le impide, atraído por la belleza de la norteña, invitarla a un encuentro posterior.
Desde entonces comienza a tejerse la historia entre este tándem raro y mutuamente atrayente, pero a la par de las idas y vueltas de la relación vemos evolucionar también la situación de Ricardo en Turba, la editorial pretendidamente progresista que a comienzos de los 90 pone en evidencia su fiel adhesión al capitalismo más ortodoxo, y con ello demuestra la debilidad de los trabajadores ante despidos o degradaciones. El comienzo de estos cambios es preocupante, porque a Zevi le encargan la traducción de un filósofo liberal y racista que busca, nada menos, aggiornar las bases del nazismo para aplicarlas en el planeta tras la implosión de la Unión Soviética. Y a poco de ese arranque queda bastante claro que acá nada será sencillo, porque Zevi no sólo analiza hasta el más mínimo detalle cada gesto y acción de Romina, y cada hecho que se suscita en Turba. Zevi es una máquina de pensar, de construir deducciones, de plantear hipótesis.
Con la aspiración de crear un “novelón”, una genialidad que lo depositara de una vez y para siempre en el rincón de los verdaderos escritores, Benesdra forjó un estilo que por momentos resulta farragoso, con demasiados excesos, pero que parte del interés por condensar sentidos más que por el pulido del mensaje. Zevi acumula ideas, amontona reflexiones adonde quiera que vaya, mixturando en sus análisis elementos del marxismo, del cristianismo, de neurobiología, de psicoanálisis; resultaría molesto continuar una lista que, no lo duden, es mucho más larga.
Pero no es la acumulación de saberes lo que atrapa en El traductor. Lo que seduce, lo que inquieta y amarra a uno a sus páginas es el empleo de esos conocimientos en la construcción de la historia, cómo nutren los hechos que viven los protagonistas. Esto es una novela, después de todo, y si algo logró Benesdra es erigir esa clase de argumentos que resultan inolvidables por la multiplicidad de sensaciones que generan y por lo aterradoramente humanos que pueden llegar a ser sus personajes. Cualquiera que preste atención a Zevi se sumergirá en los terrenos más escabrosos de la locura, en los más osados caprichos de la paranoia, en una de las maneras de amar más sinceras y retorcidas que existe la literatura argentina.
Si bien hubo voces en su contra, no se puede decir que El traductor sea una pieza “en bruto”, porque eso sería desmerecer la apuesta de Benesdra por la desmesura, por el atrevimiento intelectual y literario, y desatender la vocación totalizante que perseguía cuando la escribió. Leerla resulta imprescindible, al menos para los buscadores de joyas escondidas en la montaña.
(Publicado en el suplemento cultural del diario Hoy Día Córdoba)

7 de noviembre de 2012

Manuscrito andino

Suele pasar: una película, una canción o un libro que estamos viendo, escuchando o leyendo es tan deslumbrante que genera la necesidad de saber por qué fue creado de esa manera, cuáles fueron las motivaciones que hicieron posible la gestación de ese producto antes inexistente y que ahora se entromete en nuestro pensamiento, nuestros recuerdos. Hace muy pocos días, apenas dos fines de semanas atrás, el filme El caballo de Turín tuvo un paso fugaz por las carteleras locales, dejando a muchos con una paleta de incógnitas que podría contener: ¿por qué ese plano?, ¿por qué ese viento constante y molesto?, ¿por qué tan pocos diálogos y en cambio sí, tantos silencios entre los protagonistas? Los críticos cinéfilos se encargaron de promocionarlo como el “estreno del año”, y antes y después de su paso dedicaron muchas líneas a su valoración. Pero aún así faltaba algo: resulta tan intrigante esa pieza húngara que daban ganas de tener al propio Béla Tarr, su director, dando cuenta de las decisiones fundamentales que moldearon esas casi tres horas de tomas intrigantes.
Casos similares ocurren seguido con los libros, donde la imaginación tiene un rol más creativo y el contacto con la obra es más extenso, lo que da pie a un número mayor de dudas. Pero en el caso del ejemplar que presento aquí, la edición crítica de Tres golpes de timbal, probablemente muchas de las preguntas que genere esta novela de Daniel Moyano quedarán saldadas. Con la coordinación de Marcelo Casarin –también impulsor y prologuista de la reedición de El trino del diablo, en 2004–, y el auspicio la Universidad de Poitiers y la UNESCO, entre otras instituciones, Alción Editora sacó a la luz un ejemplar que seduce por su belleza y conquista por su contenido. Y responde.
Responde a las preguntas de las que hablábamos antes, a esas dudas que genera el camino a través de las páginas de una historia como ésta, llena de simbolismos y con lógica propia, y responde también a la estatura literaria de Moyano, cuya obra venía mereciendo un trabajo de orfebrería como el que surgió para analizar este canto contra el olvido. Juro que ya comienzo a hablar de qué va la novela, pero es necesario, al menos, listar el material extra que la rodea, que entre otras joyitas cuenta con el que vendría a ser el primer texto póstumo del jujeño Héctor Tizón, fallecido recientemente y encargado de las palabras que abren el libro. Una nota introductoria de Casarin y cuatro análisis filológicos completan la previa al texto, que es seguido por una cronología tras la cual llega lo más rico de esta edición: una serie de fotos de hojas manuscritas, cartas a máquina, telegramas y demás documentos que abordan Tres golpes…, opciones para personajes, consejos que Moyano se daba a sí mismo para determinados pasajes. Quizás sea aquí donde la edición crítica toma un valor excepcional, ya que brinda acceso a una parte decisiva de la construcción literaria.
El detalle de esos materiales y otros que no cité, no obstante, tendrá que buscarlos el lector, porque va siendo hora de abordar lo hecho por este escritor nacido en Buenos Aires (1930), criado en Córdoba, perseguido en La Rioja y muerto en Madrid (1992). Su destino trashumante, sus cambios de patria y de tonadas, se dejan ver no sólo en la nostalgia de sus personajes, sino también en el nudo de sus argumentos, siempre cruzados por traslados forzosos. Ocurrió con Triclinio, aquel ducho violinista que supo conquistar la Capital en El trino del diablo, y pasa también en Tres golpes…, donde Eme Calderón, virtuoso cantor, necesita y a la vez debe salir a buscar la “canción del gallo blanco”, esa que no sólo encierra las verdades sobre sus padres desaparecidos, sino también la historia de Lumbreras, un pueblo cordillerano desaparecido a fuerza de explosiones.
Con un aire a relato mítico, vemos cómo el narrador llega a Minas Altas, último bastión de los habitantes y la fauna de los Andes, para una doble tarea: brindar información climática a los científicos, y reconstruir la memoria del pueblo, y con ese manuscrito guardar para siempre la historia de un lugar que también podría dejar de existir. Todo el relato se construye a partir de lo expuesto por Fábulo Vega, astrónomo y titiritero del lugar. Serán los muñecos del viejo Fábulo los que brindarán la materia prima al narrador, que deberá dar cuenta de lo que ocurre con Eme en su periplo y también en ese rincón montañoso durante su ausencia.
Siempre desde la búsqueda de armonías y deslumbramientos, Moyano construye en cada una de sus frases un fragmento memorable, y de a poco va armando una historia que se desborda de destinos cruzados, interacciones inesperadas y correlaciones ínfimas pero claves, que hacen de ésta una novela atrapante y exigente. La lejana búsqueda de Eme, corrido por un momento del relato, pronto se haya influenciada por el descubrimiento de unos sonidos desconocidos surgidos del “meteorófono”, que los músicos del pueblo –personajes que siempre vuelven en los textos de este autor– se encargarán de forjar a partir de intuiciones auditivas. Así, en paralelo al recorrido del joven cantor, todo Minas Altas también estará pendiente de la llegada del bendito instrumento, único capaz de acompañar la mágica voz que habrá de traer la canción memoriosa. Ejercicio de memoria, de advertencias y destreza narrativa, el manuscrito (la novela) llegará a su fin tras haber dejado miles de pistas, consejos, y sí: también preguntas.
Al entregarme el ejemplar sobre el que redacto estas notas, el editor Juan Carlos Maldonado desadvertía, como invitando: “no hace falta haber leído nada para entrar aTres golpes…; sólo hay que dejar que el lenguaje te entre por los poros”. Y ese fue el título de esta nota. Pero tras la lectura de la novela, al pasar por una de las tantas fotos que se incluyen aquí, encontré una página que contenía variantes para nombrar al texto. Entre ellos, subrayados, se destacan “El manuscrito de los Andes”, “Tres golpes de timbal”, “Manuscrito andino”. Elijo quedarme con el último, y darle, aunque sea desde esta página, esa variante sudamericana a un texto que merece lecturas por todo el continente.
(Publicado en el suplemento cultural del diario Hoy Día Córdoba)

5 de septiembre de 2012

Un vistazo al universo Aira

Puede ocurrir que presencies el ataque de unas gigantescas larvas azules, salidas de una máquina de clonación que quiso repetir al mexicano Carlos Fuentes para conquistar el mundo; o puede que te sorprenda una reflexión metafísica a partir de las películas de ciencia ficción de un inexistente director belga. Eso puede pasarte, pero también mucho más, si te asomás a El congreso de literatura o Festival, dos interesantes novelas cortas del hiperactivo César Aira.
Escurridizo como pocos –quizás sólo comparable con Enrique Medina entre los escritores argentinos vivos–, este nacido en Coronel Pringles casi no aparece en público, concede poquísimas –y escuetas– entrevistas, asiste a no más de una o dos presentaciones al año y no figura en ningún panel de analistas de feria o medios periodísticos. Pero esta evasión, este poco interés por estar presente en eventos sociales, se entiende por una actitud diametralmente opuesta en lo que a apariciones literarias se refiere. Porque, claro, Aira no figura por ninguna parte, pero ¿qué hace, entonces? Escribe, con ritmo frenético, lo que lo lleva a publicar no menos de dos novelas por año, una cifra que sorprende a cualquiera, y alegra a un gran número de lectores.
Prolífero y bonachón, la exuberancia de Aira también nutre al creciente mundo de las editoriales independientes, lo que no lo priva de publicar con las grandes casas. Mondadori, por caso, está reeditando parte de su obra inicial –El congreso es un ejemplo– y busca posicionarlo no sólo en Europa sino también en el difícil mercado estadounidense. En Córdoba, incluso, se espera una nueva obra con la firma airana en el sello La Sofía Cartonera, el proyecto de extensión nacido en la Escuela de Letras de la UNC que busca colaborar con organizaciones no gubernamentales a la vez que otorga más accesibilidad a la lectura, ya que cada uno de sus ejemplares cuesta la bagatela de diez pesos.

Con más de 60 títulos publicados, se hace difícil elegir el mejor, pero sin dudas El congreso estaría en un eventualtop ten de este intrigante artista que dice escribir de manera prácticamente automática todo lo que leemos de él. En esta novela, que vio la luz por primera vez en 1997, Aira usa uno de los recursos que más caracterizan su escritura: vuelve a jugar con su vida dentro de la trama, en este caso mediante la fluctuación entre el relato pretendidamente autobiográfico, en tono de crónica, y la fábula. Desde una primera persona sencillísima, el escritor y traductor César Aira –protagonista de la novela– cuenta las peripecias que surgen a partir de la invitación a un congreso de literatura en Venezuela. Antes de llegar a tierras venezolanas, resolverá un enigma milenario, y una vez en el sitio del congreso producirá una catástrofe que hará peligrar a toda la ciudad y, quizás, al planeta entero. Tenemos aquí la preeminencia del Aira juguetón, el buscador del absurdo y la sorpresa, el creador hilarante, juvenil.
Pareciera ser otro el que forja Festival. Aquí parece vestirse de crítico, de analista reflexivo, y desde ahí armar el argumento que llevará a Steryx, un director de culto, por los pasillos del festival de cine que lo tiene como homenajeado. El festival pretende girar alrededor del director, pero será su anciana madre la que acaparará todas las atenciones, con su lentitud de movimientos y malhumor constante y creciente. Todo será entorpecido, todo acotado a los tiempos de la vieja, que no tiene reparos en putear a diestra y siniestra, incluso en medio de las películas que el hijo debe valorar, en su calidad de jurado estrella. Si bien hay una incomodidad que se sostiene a lo largo de toda la lectura –por la madre de Steryx y su molesta presencia–, Festival se destaca por los desbordes imaginativos de Aira, que en medio de la trama suelta tres o cuatro ideas para películas o novelas sencillamente descomunales. Brilla también, aunque más esporádicamente, la visión que el autor tiene sobre el cine, sobre su empobrecimiento y, con él, el de la cultura toda. Es excelente, por ejemplo, el momento en que una horda de fanáticos de la consola PlayStation acapara una sala entera del festival sólo para ver la primera película de Steryx, cuyo argumento fue traducido a los videojuegos.
Si bien las dos novelas hacen pensar en un abordaje de instancias culturales significativas como los congresos literarios o los festivales cinéfilos, ambos títulos son más bien excusas, puntos de partida desde los cuales Aira monta sus acrobacias con el lenguaje, y se ubican como segundo plano, como telón de fondo, sólo para dar un buen contexto a la desmesura de su estilo.
Pese a la admiración que traducen estas palabras, hay algo en la escritura de Aira que no llega a convencer a muchos de los que seguimos su producción. Porque sí, las historias son siempre disparatadas, diferentes e interesantes; las tramas y los argumentos son distantes, variados, y todo dentro de una escritura prolija, pulcra. Pero si hay algo que Aira no se permite es ser chabacano, pueril, desagradable. A lo sumo lo son sus personajes, pero muy pocos, y aún en esos casos hay una falta de riesgo que desalienta. Puede explotar el universo, pero nunca habrá un pedo, una eyaculación en la cara, un degüello, una coma mal puesta adrede. Y sí, se me dirá, ese es su estilo, pero bien podría regalar, aunque más no sea, una novelita sucia, guarra, desatenta. Un pequeño tropezón, como para variar un poco más.
Pero eso no ocurrió hasta ahora, y no pasa acá, porque en El congreso y en Festival, Aira se trasluce como lo que es, un buen Aira, o lo que es lo mismo, uno de los cinco o seis escritores vivos que están sentados, muy orondos, en la ventosa cumbre de la literatura latinoamericana.
(Publicado en la columna Pase y lea, del diario Hoy Día Córdoba)