Y de repente y sin esperarlo, aparece Gonçalo Tavares. Como otras perlas desconocidas y lejanas, la escritura de este portugués llegó a nosotros por Letranómada, editorial con pocos años pero con un catálogo que no para de crecer, evidenciando una apuesta cada vez más clara por lo singular y lo bello. Apuesta por lo bello no sólo desde la estética de las obras, que en el caso que analizamos ahora, Jerusalén, no deja dudas sobre su condición. La belleza de Letranómada se aprecia también en el formato de los libros; el trabajo con la portada y la configuración interna dan como resultado unos volúmenes tan atractivos que es difícil dejarlos de lado cuando los vemos. Y apuesta por lo singular también desde la edición, que transmite un cuidado obsesivo que se agradece por la –casi total– ausencia de errores, algo inusual en los tiempos que corren.
La amabilidad de lo dicho hasta aquí servirá, paradójicamente, para entrar en otro territorio, uno mucho más oscuro y denso. Porque este libro de buenas hojas y páginas ágiles contiene en su interior la búsqueda, el surgimiento y el triunfo del Mal. Aquí va con mayúsculas porque su presencia a lo largo del relato lo transforma en el personaje principal, el titiritero detrás de escena, la sombra que le dicta al narrador por cuáles senderos conducirnos a nosotros, anhelantes y temerosos lectores.
El narrador aquí, omnisciente y frío –pero presto a revelar los rincones más íntimos de sus criaturas–, es Tavares, autor de un estilo personalísimo y distinguible a la legua, un constructor del detalle y un gran administrador del suspenso y la pausa, usada a veces en momentos tan inesperados que puede resultar molesta. Si hasta ya lo retó Saramago, cuando le entregó el premio que lleva su nombre: “no tiene derecho a escribir tan bien a los apenas 35 años. ¡Dan ganas de pegarle!”. Era 2005 y se refería a Jerusalén, la “más intensa” de las novelas que componen la serie El Reino, donde el portugués al que dan ganas de pegarle de lo bien que escribe se adentra, con lentitud y un plan diseñado para construir asombros, en la alienación y el mal.
En las primeras líneas encontramos a Ernst en una habitación oscura, junto a una ventana que invita a probar el vértigo de la caída, y un teléfono que suena y suena. Todo preparado para un suicidio que no ocurrirá, porque recién comenzamos y aún es temprano para muertes. Y Ernst contesta y de inmediato –transcurrieron apenas cuatro líneas– ya estamos conociendo a Mylia, que pondrá en movimiento la historia y será uno de los ejes sobre los que avanzará el argumento.
Con la rapidez con la que Ernst apareció y se esfumó, así van surgiendo todos los personajes que pueblan estas páginas. Es muy interesante la manera fragmentaria en la que se nos muestra a cada uno de ellos en vistazos breves, muchas veces solos, aunque ya se intuyen hilos conectores que veremos con claridad más adelante. Como si se tratara de un director de cine trabajando en la deconstrucción del relato, armando secuencias de toma corta tras toma corta tras toma corta, así avanza Tavares, exponiendo diferentes capas cada vez, haciéndolos ir y volver a escena con naturalidad y en el instante más indicado. Si la forma es la trama, y si la trama es un tejido, podemos adosarle a esta novela la textura de un sweater de hilo, de esos a los que se les puede distinguir con claridad la materia prima pero que no llegamos a explicarnos cómo pudieron hacerlo. “Es un trabajo de la san puta”, solemos decir sobre la prenda, y lo haremos también sobre este texto.
Hablábamos del Mal, pero para volver a él quizás sea necesario, ya mismo, introducir a Theodor Busbeck, ex esposo de Mylia y otro de los protagonistas humanos (reina el Mal, no lo olviden) en este entuerto. Porque en Jerusalén todos los personajes, a su manera, tienen al dolor como guía y compañía inevitable, pero Busbeck se destaca no sólo por los avatares con que la vida lo golpea, sino también porque su carrera científica, relacionada al análisis de la mente, está dedicada por completo al estudio del horror (o de ya sabenquién) provocado por la humanidad. Salvo una “T” mayúscula, no hay nada concreto que nos haga pensar en esto, pero las conclusiones a las que va arribando Theodor en sus extensas investigaciones pueden considerarse las que Tavares fue acumulando con estas novelas, y hacer de la indagación del personaje una vía reflexiva del creador. “El progreso depende sólo de la velocidad del mal y de las respuestas que éste provoca, murmuraba para sí mismo”, escribe Tavares sobre Theodor, y la diferencia que los separa –porque uno no existe sin los tecleos del otro– parece quedar reducida a antifaz para decir verdades.
Esa energía negra –término que robamos de una de estas páginas– que recorre todo el libro y lo sobrecarga de golpes, abortos forzados, secretos, mentiras y otros elementos igual de siniestros, hacen pensar que Jerusalén puede incorporarse al expansivo género negro, aunque el autor no persiga la credencial que comenzó a entregarse desde que los primeros émulos de Chandler y Hammet se multiplicaron por el orbe. Resulta enriquecedor cuando alguien se mete de lleno en el género sin buscarlo ni apelar a los mecanismos, herramientas y tipos de personajes que lo conforman. Es enriquecedor y saludable, porque cuando eso ocurre es cuando las fronteras de la novela negra, siempre difusas, se ensanchan aún más, mostrando, como en este caso, que al abordaje del Mal nunca le sobrarán obras.
Y no, permítanme un párrafo más que aún no me voy. Porque sobre estos libros, los excelentes, siempre quedará algo más por decir. Pero quiero que no lo lean aquí, sino allá, en Jerusalén. Algún día extraño rondarán los estantes de una librería, y puede que se topen con ese lomo amarillo con letras negras. Agarren al bicho, presten atención a lo que quieran, y cuando estén listos vayan al capítulo XI, página 95. Comiencen por ahí. Si terminan ese capítulo, estoy casi seguro, saldrán con el libro en sus manos. Lo hayan pagado o no.
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