23 de enero de 2013

Una joya escondida

¿Puedo pedir algo? Pensemos. Pensemos en una montaña. Pensemos en una montaña y en un grupo de personas buscando oro en ella. Unos cuantos van topándose con una que otra pepita, algún mineral raro también, por ahí; poquísimos diamantes se dejan alcanzar por las manos de esos buscadores. Ahora pensemos que la montaña es la literatura, y los buscadores esos lectores que disfrutan de los libros como los desquiciados que persiguen el oro, que cuando dan con una mínima partícula, con apenas un grano de piedra dorada, permanecen azorados observándola, admirando su hermosura, sopesando su eventual valor.
El traductor
La montaña de la literatura es hoy poco visitada por esta clase de exploradores, pero ellos resisten, siguen ahí, bajo el sol o en la oscuridad, transpirados y sucios, cansados y absortos, leyendo. Poco les importa ser cada vez menos. Sólo necesitan deslumbrarse, enceguecerse por brillos nuevos, dejarse tentar por texturas desconocidas. Una de esas piedras bellas y difíciles de encontrar, El traductor, escrita por Salvador Benesdra, salió a la luz allá por 1998, y después de varios años de silencio volvió a la superficie a fines del año pasado, editada por Eterna Cadencia y prologada por Elvio Gandolfo.
En ese texto inicial, el escritor y crítico da las primeras señales de que estamos ante una joyita: siendo jurado para el Premio Planeta de 1995 comenzó a leer el original, y a poco de arrancar su intuición, su vocación de minero literario le hizo decirse a sí mismo “este tipo escribe”, con todo lo positivo que se le pueda cargar al verbo. Al terminar la lectura, la novela de Benesdra quedó en la categoría “premiable” para Gandolfo, pero su opinión no bastó para que ganara, con lo que El traductor terminó siendo finalista, y peor: siguió sin publicarse. La determinación de Benesdra y la buena voluntad de Gandolfo hicieron que la primera edición quedara a un paso, pero a poco de ese logro, en enero de 1996, el autor no consiguió razones para seguir viviendo y sí coraje –o  la suficiente dosis de sinrazón y hastío– para tirarse al vacío desde el balcón de su departamento.
La historia de aquella primera publicación, que incluyó al menos dos ediciones en De la Flor, sigue en el prólogo, pero acá hablamos de piedras preciosas en medio de la montaña. Por eso quizás sea necesario ver el germen del surgimiento de este mamotreto de casi 700 páginas, la cimiente de la que surgió. Porque no se puede explicar la complejidad, la diversidad de El traductor sin tener en cuenta que Benesdra fue un grandísimo estudioso, un lector que había devorado los 22 tomos de las obras completas de Lenin en la adolescencia; que terminó la carrera de psicología en dos años y que luego se doctoró en epistemología genética; que trabajó como periodista en varios medios, entre ellos Página/12 y La Razón; que era un políglota autodidacta que manejaba seis idiomas; que así como se familiarizó con el estructuralismo se adentró en el mundo del budismo zen, en combinación con estudios sobre física, matemáticas, química y por supuesto historia. Un sabio, en suma, uno de esos que se encuentran de a puñados por el orbe.
Sólo teniendo en cuenta semejante cultivo intelectual –que por supuesto va más allá de lo expresado líneas atrás– se puede entender tremenda gesta literaria, que como toda buena obra, como toda buena novela, se construye alrededor una historia de amor. El traductor Ricardo Zevi, alter ego desaforado y exquisito de Benesdra, conoce en un bar a Romina, una adventista salteña que pasa sus días en Buenos Aires buscando nuevos fieles para su congregación. Pese a ser judío sefaradí, Zevi descree de todos los discursos religiosos, pero esto no le impide, atraído por la belleza de la norteña, invitarla a un encuentro posterior.
Desde entonces comienza a tejerse la historia entre este tándem raro y mutuamente atrayente, pero a la par de las idas y vueltas de la relación vemos evolucionar también la situación de Ricardo en Turba, la editorial pretendidamente progresista que a comienzos de los 90 pone en evidencia su fiel adhesión al capitalismo más ortodoxo, y con ello demuestra la debilidad de los trabajadores ante despidos o degradaciones. El comienzo de estos cambios es preocupante, porque a Zevi le encargan la traducción de un filósofo liberal y racista que busca, nada menos, aggiornar las bases del nazismo para aplicarlas en el planeta tras la implosión de la Unión Soviética. Y a poco de ese arranque queda bastante claro que acá nada será sencillo, porque Zevi no sólo analiza hasta el más mínimo detalle cada gesto y acción de Romina, y cada hecho que se suscita en Turba. Zevi es una máquina de pensar, de construir deducciones, de plantear hipótesis.
Con la aspiración de crear un “novelón”, una genialidad que lo depositara de una vez y para siempre en el rincón de los verdaderos escritores, Benesdra forjó un estilo que por momentos resulta farragoso, con demasiados excesos, pero que parte del interés por condensar sentidos más que por el pulido del mensaje. Zevi acumula ideas, amontona reflexiones adonde quiera que vaya, mixturando en sus análisis elementos del marxismo, del cristianismo, de neurobiología, de psicoanálisis; resultaría molesto continuar una lista que, no lo duden, es mucho más larga.
Pero no es la acumulación de saberes lo que atrapa en El traductor. Lo que seduce, lo que inquieta y amarra a uno a sus páginas es el empleo de esos conocimientos en la construcción de la historia, cómo nutren los hechos que viven los protagonistas. Esto es una novela, después de todo, y si algo logró Benesdra es erigir esa clase de argumentos que resultan inolvidables por la multiplicidad de sensaciones que generan y por lo aterradoramente humanos que pueden llegar a ser sus personajes. Cualquiera que preste atención a Zevi se sumergirá en los terrenos más escabrosos de la locura, en los más osados caprichos de la paranoia, en una de las maneras de amar más sinceras y retorcidas que existe la literatura argentina.
Si bien hubo voces en su contra, no se puede decir que El traductor sea una pieza “en bruto”, porque eso sería desmerecer la apuesta de Benesdra por la desmesura, por el atrevimiento intelectual y literario, y desatender la vocación totalizante que perseguía cuando la escribió. Leerla resulta imprescindible, al menos para los buscadores de joyas escondidas en la montaña.
(Publicado en el suplemento cultural del diario Hoy Día Córdoba)

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