30 de abril de 2015

La felicidad está en una canción vieja

Será que no tener la sensación de movimiento hace tantas semanas, y a la vez estar viviendo con una comodidad muy similar a unas vacaciones, me hizo perder algunas referencias temporales, pero descubrí, al sentarme a escribir este texto, que son los primeros minutos del 28 de abril, es decir que estoy cumpliendo cinco meses de viaje. No es momento de balances, pero sí me gustaría transmitir algunos conocimientos que adquirí en este largo –¿o corto?– período. 

En Punta Cancún.
Primera y más importante comprobación: la melancolía y la añoranza por los seres más queridos, se pueden manejar muy bien si uno sabe dosificar los contactos y seguir sintiéndolos “lejanos”. Esta preparación, por supuesto, tiene que comenzar antes del viaje, pero cuando ya estamos en otro país, es importante resolver esto durante los primeros días. Por suerte y gracias a ese arcaísmo cubano que es la ausencia de Internet, tuve un buen cachetazo inicial, y eso me fortaleció y me demostró –como siempre– la sociabilidad que todos tenemos adentro. Puede ser mayor o menor, pero nuestra necesidad innata de estar en grupo hace las cosas muy fáciles. El mejor ejemplo fue una escena que conté en los primeros textos. Mi humor era pésimo. Era mi primera tarde en Cuba y estaba mal, enojado y atorado de miedos. Y aún así, en ese estado para nada interesante ni atrayente, estas tres chicas –mis amigas Yanay, María Isabel y Etylenne– no sólo se acercaron a mí, sino que a los pocos segundos ya me estaban invitando a tomar unas cervezas. Pero no fue ese único momento; quisiera rescatar uno más que refuerza lo que sostengo: cuando comenzó el festival de cine, en La Habana, no conseguí que ninguno de mis “primeros amigos” se enganchara con la idea de pasar la mitad del día adentro del cine, así que comencé a pasar largas horas solo, aburriéndome o entreteniéndome en silencio. Hasta que después de una película especialmente aburrida en la que ya me comenzaba a ganar la melanco, me puse a conversar con una chica sobre lo mala que había estado. Se acercó para pedirme el diario del festival, para ver cómo seguía su tarde. Intercambiamos un par de comentarios sueltos, estaba atenta al diario. Mientras leía se acercó uno de sus amigos de la universidad, Calero, a quien mencioné en “Días de cine”. Él llegaba apurado y con una película ya definida, y nos invitó a verla. Partimos los tres, caminando rápido y presentándonos. En las cinco cuadras que había entre sala y sala, Calero y yo no dejamos de hablar y de coincidir en gustos. Algunos cubanos son una máquina de preguntar, y Calero hacía buenas preguntas: ¿Te gusta Serú Girán? ¿Qué piensas de Relatos salvajes? ¿Conoces a Roberto Bolaño? Ese día, que parecía oscurecerse en mi cabeza, terminó en una fiesta en un piso 16 de un edificio de departamentos sacado de algún modelo ucraniano. Tenía mi “segundo grupo de amigos”. Y créanme, no estaba “como para hacer amigos” en esos días.

Guitarreando.
Segunda comprobación: si tenés algún talento y podés desarrollarlo durante el viaje, podés conseguir dinero. En Cuba vi cómo hacerlo pero aún no quería comenzar a trabajar. En Cancún, en cambio, comprobé fácilmente que es posible. Sí, comencé de la manera más lógica en este lugar: siendo mesero. Pero con el paso de las semanas, y a medida que el ritmo de Frog´s me iba desgastando, comencé a pensar en la posibilidad de real de recurrir a dos “herramientas” que traje desde Argentina. En primer lugar la guitarra, con la que comencé a tocar en los colectivos y que me dio una seguridad impensada. Y en segundo lugar el yoga. Es una disciplina que respeto muchísimo y de la que evito hablar, pero lo cierto es que comencé a dar clases y eso me aportó la serenidad que uno gana, inevitablemente, cuando practica este arte milenario. Por supuesto, con ambos “trabajos” los ingresos son interesantes, y aunque nunca serán los números de Frog´s, es impagable ganar lo que sea haciendo actividades placenteras y sanas. Y claro, sin horarios, ni jefe. “Seh, yo no tengo ningún talento”, pensaron al menos tres. Imposible: todos los tenemos. El vivir en sociedad es una máquina de generar talentos. (Desarrollar la última frase sería una tarea hermosa, que dejo para más adelante. Pensarla, darle vueltas, podría ayudarlos a convencerse de lo que quiero decir sobre los talentos).

Comprobaciones de este tipo hay más. Hay decenas, quizás cientos de procesos de aprendizaje desarrollándose en paralelo durante un viaje. Dejo sólo esas dos, porque creo que son cuestiones que de alguna manera ya resolví, o al menos estoy seguro de que estaré más listo para resolver más adelante, si es necesario. 

Estas serán mis últimas líneas desde y sobre Cancún, así que no puedo dejar pasar una de las costumbres más entrañables que viví en esta ciudad. Casi todas las noches, un poco después de las ocho, se comienzan a escuchar unos sonidos muy lindos y graciosos a la vez, que nos hacen sonreír a todos los que, en el hostel, ya conocemos de qué se trata. Es un Corsita azul con un megáfono que repite en loop una famosa canción de la época de oro del cine mexicano, interpretada por Germán “Tin Tan” Valdés en la película ¡Ay amor… cómo me has puesto! El tema de por sí está buenísimo, y llega en el momento justo para armar unos mates y comprarse unas donas, unas teleras o algunas de las variedades que reparte este panadero tan peculiar. Después de escucharlo sin saber qué era, una noche mientras comíamos buscamos la canción en YouTube. Y por supuesto, la tienen abajo para escucharla y disfrutar de ese fragmento que es una joyita. (También está disponible la película completa: es un comedión que recomiendo). Más que las playas, que justifican con creces el adjetivo de paraíso, la llegada del panadero con el pan, su mística y sus delicias, probablemente sean la confirmación más clara de que los viajes nos enseñan muchísimas cosas. 

Entre otras cosas, a contemplar y disfrutar los saberes adquiridos, y a sentir alegrías enormes por cosas sencillas, tanto como una canción vieja.


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