Recuerdos del soñador evasivo, de Augusto Munaro, es una maquinita de generar interrogantes, de plantear dudas sobre el proceso creativo, de disparar preguntas en torno al estado mental de su autor, eso y más hasta llegar a la primera frase del cuento que le da título al libro: “Con la imaginación disfrazada de recuerdos me he replegado hacia mis mundos interiores”, escribe. Y es un gustazo y reconfortante hallar esa frase, porque Munaro sorprende, agrada, atrae, pero por sobre todas las cosas incomoda. De una manera sutil, claro, pero la molestia está ahí. Esas palabras, una vez que pasaron varios cuentos –aparece en la página 51–, toman una dimensión distinta, ya que no sólo parecen encerrar una de las claves con las que se escribieron estos textos, sino que vienen a resolver muchas de las incógnitas que nacen al paso de la lectura.
Porque las distintas intensidades de estos cuentos, los inconvenientes en los que se ven enroscados sus protagonistas, hacen ruido. Generan sensaciones difíciles de interpretar, mientras en paralelo se tornan adictivos, misteriosamente atrapantes. O para ser menos específico en lo que a sensaciones se refiere, podría decir que los cuentos de este pequeño y coqueto volumen editado por Alción emocionan, en el sentido más abarcador de la palabra.
Se trata de cuentos cortos, en todos los casos, pero como bien lo saben los crecientes teóricos de la microliteratura o ficción breve, la poca extensión no asegura nada. Y como ameritan estos casos, la eficacia es ley. Una eficacia que se construye y sostiene no sólo a partir de la variación temática, sino también por la construcción de una literatura fantástica bien manejada y que conlleva, todo el tiempo, giros o realidades inesperadas. Un hombre que puede manipular sus sueños según sus condiciones de descanso, una ciudad milenaria escondida en las profundidades antárticas que juega con los poemas homéricos, o una pequeña comunidad desarrollándose en el intersticio que separa una uña de un dedo, conviven en estas páginas. En “Egocidio”, para mostrar un poco más la paleta de excentricidades, el autor relata los diferentes caprichos de Velmontier, cuya “sustancia ambigua parece ser el cambio”, por lo que “supo ser el reflejo de un rayo de luna sobre el Sena, el fulguroso sueño de un héroe, un crepúsculo de primavera, el eco dentro de una gruta, la tenue voz de un juglar del Trescientos, la llama de una vela en un velorio, los lamentos de un laúd, un gato siamés cuyo pelaje grisáceo recordaba al estiércol reseco y maloliente que también representó en otra de sus innumerables mutaciones”.
Estas mutaciones también se dan de un cuento a otro, con marcadas diferencias en las entonaciones, las voces narradoras y los ritmos, pese a que hay un hilo finísimo que los une, como un río subterráneo y zigzagueante que señala de principio a fin la estela creadora de Munaro.
Un párrafo aparte merece “Recuerdos del soñador evasivo”, que además de ser el texto que condensa gran parte del sentido del libro puede considerarse una reversión de la joya borgeana “Funes, el memorioso”, pero en una clave más llana. Aquí, también, Munaro parece hacer una pequeña reverencia a la literatura, o mejor, al modo de ser de los escritores, algo que él denomina la “moral del ensueño”. (Pero que no se crea, con esto, que hay en el cuento una búsqueda de variantes a lo hecho por Borges. La comparación es hija del capricho de quien escribe esta columna, no vaya a ser que doña Kodama se enfade e inicie otro proceso judicial en aras de defender la obra de su difunto sustento monetario). Podría decirse que es éste uno de los grandes textos del volumen, o al menos el más “memorable”, aunque “Et habitavit in nobis” y “Sueño inducido” también saben brillar con intensidad.
La construcción, en todos los casos, es sencilla, pese a que cierta intelectualidad hace que por momentos se deje de pensar en la obra y sí en el intento forzado –y palpable– de demostrar sapiencia, achaque al que se le puede sumar un pequeño exceso en el uso de las comas y los puntos y coma, que en muchos casos entorpecen el ritmo de lectura. Son como notas mal ejecutadas en una guitarra, o un golpe a destiempo en la tecla de un piano que hasta entonces venía desenvolviéndose con maestría.
Pasan muchas cosas, en estos cuentos, y la forma en que ocurren hacen de este un gran volumen, recomendable y para tener a mano y pegarle una releída de vez en cuando. Es lo que ocurre con las bellezas fugaces: dan ganas de verlas de nuevo al poco tiempo de abandonadas.
(Publicado en la columna Pase y lea, del diario Hoy Día Córdoba)
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