Dickens o Kafka nunca presumieron de cambiar la historia de la literatura y, sin embargo, la cambiaron
(Vila-Matas para El País)
En los últimos tiempos recibimos noticia constante de gente no consciente de que de nada sirve que sean ellos mismos quienes digan que son innovadores, pues a la larga, si son revolucionarios o tecnoplastas, lo habrá de juzgar el digital tribunal del tiempo, siempre implacable. Dickens o Kafka nunca presumieron de cambiar la historia de la literatura ni la historia de nada y sin embargo la cambiaron. Es una prueba de que para transformarla no se necesita ir vestido al último grito. El futurista Julien Gaul presumió de ponerlo todo patas arriba y hoy nadie le recuerda. Si mi generación murió de Thomas Bernhard, algunos sectores de las siguientes van camino de asfixiarse de tanta pesadez, inercia y opacidad del mundo que se adhiere a la escritura de sus campanudos teóricos de lo nuevo.
En su momento, solo Baudelaire estuvo a la altura de las circunstancias y quizás por eso hoy es el único moderno que no nos parece anticuado. Brummell nos enseñó que la cumbre de la elegancia es la “simplicidad absoluta”. Y Baudelaire que la modernidad máxima se alcanza no siendo moderno y limitándose uno a aborrecer el movimiento interno del mundo en el que vive, aunque reconociéndole una “utilidad misteriosa”.
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