23 de marzo de 2015

La reaparición de un sueño olvidado

Los humanos solemos ser grandes cultivadores del autoengaño. Hacemos cosas que sabemos nocivas para nuestro bien, y dejamos de hacer aquellas que son simples, alimento para nuestra vida. Podemos ser desertores de nuestros anhelos más profundos; huidores silenciosos de los sueños que acompañaron nuestros primeros pasos. Ese abandono puede ser consciente y deliberado, o puede ir ocurriendo despacio, con el paso de los años, sin que lo veamos, como una idea envuelta por el polvo de lo que se deja de lado.

Viajar evidentemente es uno de esos sueños que no dejé pasar, que intenté cumplir y voy cumpliendo al ritmo de los días, como sale, mientras aprendo y me equivoco, y sigo aprendiendo un poco más. Y en medio de este trayecto me reencontré con uno de esos sueños que parece que dejan de existir, pero en realidad están tan tapados que no se los puede apreciar con facilidad.

En Garden, el bed & breakfast donde vivo, una versión más relajada de los hostels tradicionales, compartí mucho tiempo con el español Juanma Jimenez, un instructor de buceo que llegó a México en busca de las profundidades del Caribe cancunense. Cada vez que coincidíamos, él me contaba de sus inmersiones y sus salidas en barco, me explicaba los cursos que estaba dando, me mostraba fotos y videos de la vida subacuática que se puede ver a menos de media hora de lancha desde la costa. Con Juanma también solía llegar al hostel una pequeña tropa de tres o cuatro buzos y fotógrafos, que contribuían a generar mayor interés con nuevas historias, fotos y videos… conforme pasaban los días, mis ganas de bucear fueron creciendo, y la relación con Juanma y la pequeña banda de Sólo Buceo (la marina donde trabajan todos, en la zona hotelera) también. Cuando comencé a averiguar con los chicos cuál era la mejor forma de comenzar, me recomendaron hacer el curso de buzo de aguas abiertas que ofrece PADI, la asociación profesional de instructores más prestigiosa a nivel mundial. Así que después de las gestiones de Juanma por algunos descuentos y facilidades, comenzamos con la preparación.

Básicamente, el curso consiste en aprender las principales y más valiosas medidas de seguridad para antes, durante y después de entrar al agua, y también en aprender las señales y habilidades más usuales. Y lo mejor: hacen falta cuatro inmersiones para completar toda la formación.

“Todo OK”. Eso significa la señal que estoy haciendo con la mano. 
Primer paso y un festín inesperado

Llevaba un par de días leyendo el manual de PADI cuando fue la primera inmersión. Éramos tres alumnos en total, junto a Braulio, primo de Juanma, y Rosi, una amiga del dueño de la marina que necesitaba su acreditación para partir, cuanto antes, a unos cenotes a los que no se puede ingresar sin esos papeles. Esa mañana vimos cómo funcionaban los tanques, cómo debíamos conectarlos al regulador, cómo chequear nuestro chaleco, nuestros plomos y varios etcéteras más. La destreza de Juanma para la enseñanza hacía que cada nuevo dato fuera incorporado con facilidad por nosotros antes de pasar al siguiente. Hasta que por fin llegó el momento esperado, el de entrar al agua con el tanque de aire abasteciendo mis pulmones agitados. Sobre el final de uno de los muelles de Punta Cancún (¿recuerdan el texto anterior?) hicimos el clásico “paso de gigante”, que no es otra cosa que un largo paso hacia adelante, y estábamos adentro.

En el primer instante descubrí que respirar por el regulador era mucho más fácil de lo que imaginaba, y de hecho, a la profundidad de cuatro metros en la que hicimos los ejercicios, resultaba muy confortable sentir cada bocanada de aire fresco. Estuvimos poco más de una hora bajo el agua, y nuestro instructor terminó la clase muy conforme con nosotros. Eso sería todo por ese día, y al siguiente debíamos hacer la inmersión en aguas abiertas.

Pero a la mañana siguiente, cuando llegamos a la marina, nos topamos con el clásico binomio de noticias mala/buena. ¿La mala? Debido a la velocidad de viento que anunciaban para ese día, no podíamos salir al mar con ninguna de las embarcaciones disponibles en Sólo Buceo. ¿La buena? Que Rosi nos esperaba en una marina cercana para partir cuanto antes en su yate de gran porte, listo para luchar contra las olas más cabronas. El barco en el que viajamos era una nave de lujo, con tres habitaciones, dos baños, cocina, living y una variedad de bebidas y bocadillos digna de una ceremonia diplomática, con una selección de tequilas incluida.

El capitán, un mastodonte mexicano a quien todos llamaban Pocho, intentó buscar buenos lugares para llevar a cabo el descenso, pero después de largos minutos le informó a Juanma que lo mejor que podía conseguir era una profundidad de poco más de siete metros. Pese a sus dudas, Juanma decidió que podríamos completar el resto de los ejercicios, y en la misma inmersión llevar a cabo un pequeño paseo. Pudimos terminar los trabajos, pero tuvimos que cancelar el paseo porque la visibilidad era mala, de unos pocos metros, ya que el sector donde nos encontrábamos estaba plagado de algas y casi sin peces. Lo relacionado al curso quedó cerrado apenas salimos del agua, y cuando estuvimos afuera, pasado el mediodía, comenzó la bacanal: un lento recorrido de sabores que comenzó –en mi caso– con exquisito vino chileno en el barco, y terminó con unos ceviches de pulpo y caracol, y uno de los mejores pescados a la parrilla que probé en mucho tiempo, bajo un toldo instalado en medio de una playa de Isla Mujeres, destino sobre el que seguro escribiré en las próximas entregas.

Habíamos aprendido casi todo lo necesario para hacerlo, pero todavía no habíamos disfrutado de una verdadera aventura de buceo. Eso comentábamos con Braulio al final de aquel día, cuando Juanma nos advirtió: “tranquilos colegas, mañana viene lo mejor”.

Juanma Jimenez haciendo un “Buda”, uno de los ejercicios que debíamos practicar.
El flash

Después de esa tarde impagable seguimos con el curso, y en distintas inmersiones vimos mantarrayas, barracudas, infinidad de peces y de animales y plantas de esas que suelen aparecer en los documentales. Las mantas de aquí son unos bichos tremendos, mucho más grandes de lo que imaginaba. En una de las inmersiones la corriente nos arrastraba tanto que íbamos como planeando sobre un arrecife entrecortado por amplios pozos de arena, y durante esa suerte de vuelo nos topamos con dos “águilas” (mantas Eagle Ray) gigantes, de no menos de tres metros de ancho, que simplemente flotaban estáticas, nadando despacito contra la corriente, fijas en un mismo lugar. Nos dejábamos llevar como a unos seis metros de distancia, y durante esos instantes en los que apreciábamos a los gigantes sutiles y silenciosos, un flash mental me llevó a esos años, poco antes de entrar en la adolescencia futbolera, en los que me obsesionaban los documentales de Discovery, esos en los que volar y conocer otros mundos era cuestión de estar bien ubicado frente a la pantalla. Me acordé de las miles de veces que me imaginé nadando como esos tipos disfrazados y rodeados de cables y respirando como si nada bajo el agua, junto a tiburones o tortugas o, por supuesto, mantarrayas. Era como ver un súper documental, pero era vivirlo, era sentir el empuje del agua sobre el cuerpo y aspirar un aire súper limpio, era estar todo el tiempo mirando a todos lados y en todos lados encontrar algo nuevo.

En esos segundos se develó uno mis sueños olvidados, que ahora es una realidad transformada en pasión novedosa. Todavía no sé por dónde seguirá mi viaje dentro de México, ni tampoco cuándo armaré la mochila para dejar Cancún, pero sospecho que mi próximo destino no estará muy lejos de una costa en la que poder estrenar mi flamante condición de buzo de aguas abiertas. Y entrar a otro mundo dando un paso largo.

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