“Un oasis de horror en medio de un desierto de aburrimiento”. Esas fueron las palabras, de Baudelaire, que Roberto Bolaño eligió como epígrafe para dar la bienvenida a su monumental 2666, para poner en guardia al lector que se asomaba a aquellas larguísimas páginas. Citamos al francés no como excusa para recomendarlo –ni a él ni a Bolaño, que bien merecidas tienen sus hordas de lectores–, sino porque esa inspiración vendría a amoldarse con la misma plenitud a Viaje al corazón del día, novela forjada a finales del siglo XX por la uruguaya Armonía Somers, quien en la voz de Laura, protagonista y narradora, se encargó de advertir que nos encontramos ante “la historia más siniestra, intensa y delicada que podré contar mientras viva”. Algo que efectivamente es así, aunque el origen y motivo de todo sea –una vez más, como en tantos clásicos universales, como en la llana vida– un amor que lleva consigo la estela de lo trágico.
La historia transcurre a mediados del siglo XIX, un tiempo añejo incluso para la autora, pero el hecho de estar más cerca que nosotros de aquella época (la obra fue escrita en los ’80 y publicada inicialmente en 1986) le otorga un aire más natural, menos forzado en la reconstrucción de costumbres y voces. Esto se refleja en lo contado por Laura, la primera persona que anudará este relato, y sobre todo en las cartas que ella leerá a escondidas y que reflejan el estilo epistolar de esos años, algo que la acerca, en el cambio del registro y en la importancia de esos papeles dentro de la trama, a nuestra Cristina Bajo, otra sabia reconstructora del pasado.
En este trabajo que la encuentra madura, ya que se trató de su última novela, aparecida casi en simultáneo con Sólo los elefantes encuentran la mandrágora, Somers da cuenta de un estilo pulido y definido, con una belleza lánguida que transmite cabalmente el espíritu que mueve a la desolada Laura, cuyas frases por momentos pueden resultar más largas de lo que deberían, adornadas con aclaraciones o comentarios innecesarios, presupuestos, pero que consiguen, en no pocas oportunidades, un desbordante aire poético. Vale, para ilustrar lo último, recordar una de sus quejas: “Me fastidiaban con mi maestra y sus aburridas clases, mi ‘Para Elisa’ en el piano, un instrumento de los de cola, tan grande que me hacía sentir como un ratón mordiendo teclas sólo por parecerse al queso. Y encima mi catequesis en la casa con olor a cera y santos viejos dela Capilla, y mi francés que era como la cereza abrillantada sobre el pastel de la educación de las niñas, según imágenes de mi tía Encarnación.”
A estas alturas quizás el lector se pregunte “¿pero dónde está el horror?” Y desde acá les digo que está, está, pero resulta complicado contarlo sin estropear las intenciones de Somers, que va dilucidando la historia de a poco, con piezas chiquitas, que van aclarando muy lentamente cómo es este rompecabezas. Esto no es así a lo largo de toda la novela, pero las primeras páginas son esenciales, y su belleza radica precisamente ahí, en mantener el interés a través de las pocas migajas de sentido que va soltando a medida que avanza esa suerte de aura melancólica con la que viene perfumada esta prosa. Lo dice ella misma, Laura (Somers), cuando habla de esos “extraños seres relatores” que “por nacimiento saben ordenar los datos, llenar lagunas a fuerza de imaginación, mantener a la gente en vilo con los posibles finales, porque todos queremos eso, saber cómo termina algo que muy bien sería lo de no acabar”. Y es sabido que acá no se desbaratan finales ni sorpresas.
Pero algo sí se puede contar: Laura, a quien ya conocen, hija de madre cristiana y padre musulmán, adoptada por la familia Cienfuegos y adaptada a la vida señorial que dirige la señorona Encarnación, se desborda de amor por Laurent, un ser difícil de contactar porque está lejos de ella y además por su carácter de secreto, escondido, vedado a su familia adoptiva. De Laurent no, no puedo hablarles, sólo reflejar que su gracia será el motor de una historia imposible que juega a no querer terminarse, que tiene visos de eternidad, pero que… no, lo siento, no puedo extenderme más, “preferiría no hacerlo” diría un escribiente conocido.
Queda, sí, la tarea de rescatar una parte valiosa de Viaje al corazón del día, más precisamentela Segunda Parte, que arranca cuando ya fueron superadas las 100 páginas y vuelve a mostrar la habilidad de la escritora uruguaya en el manejo del lenguaje. Aquí es Fräulein Hildegard, una intrigante maestra de piano alemana que inició a Laura en las pasiones por Mozart, la que lleva los hilos de la narración. A través de cartas destinadas a su pupila predilecta diez años después de ocurrida la historia principal, la alemana complementa, con su español hosco pero ambicioso, la vida de los protagonistas, y contribuye a otorgarle al relato la verosimilitud de un testimonio verídico. Las cartas, además, servirán como consuelo y cable a tierra para una mujer que ha vivido y sufrido mucho, más de lo que se podía imaginar cuando se la veía prolija y silenciosa mientras iniciaba a la niña Laura en los vericuetos de Wolfgang Amadeus.
Este título de El Cuenco de plata es otra de esas reediciones atinadas y necesarias, ya que con este tipo de volúmenes –al igual que con la obra de Filloy, Lispector y Felisberto Hernández, por ejemplo– se acercan a nuevos lectores muchos textos y creadores que sin ser olvidados no forman parte del “equipo titular” de lo que hoy ya se nombra como Literatura del Siglo Pasado. Con el agregado de que esta uruguaya, así como Felisberto, tiene en su pluma ese aire rioplatense que reconocemos como porteño, como nuestro, pese a que sus desvelos y borradores fueran hechos en las madrugadas montevideanas.
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