12 de abril de 2012

Una ceiba

Por las páginas de ocho o nueve libros inolvidables circula una bella imagen: la literatura como un bosque en el que cada autor, cada obra –entendida como la producción de toda una vida– viene a ser una planta, un elemento de esa biodiversidad en la que hay árboles gigantes, centenarios, cuyas raíces quizás ya no gocen de la fuerza de otros años, pero que se mantienen en pie, estoicos; hay también árboles muy bellos, cuyo tamaño no interesa pero sí el verdor de sus hojas, los irreales colores de sus flores o el delicioso aroma de sus frutos. Pueden destacarse, por qué no, arbustos más pequeños, espinosos, quizás descoloridos, que no le aporten mucho a la paleta de intensidades en la que se encuentran, pero que están allí, justamente, para recordarnos la magnificencia de los otros, su esplendor, su valía.

La imagen anterior vale sólo como inicio, como excusa para comenzar a hablar de ¡Que viva la música!, novela del colombiano Andrés Caicedo, quien tras recibir un ejemplar de este trabajo, en marzo de 1977, puso fin a su vida mediante una cantidad insoportable de seconal, un sedante poderosísimo que lo ayudó a cumplir su premisa de que vivir más de 25 años era un desperdicio de tiempo.
Si voy a referirme a ¡Que viva la música!, más que imágenes sobre bosques o suicidios hay que hablar sobre eso, sobre música. Porque en este libro, ese bello arte –el único capaz de “adormecer a las bestias”, según reza el viejo adagio– es el protagonista principal. E incluso si pensamos a la música en un sentido literario, es decir acercándola al ritmo de la prosa, a las redundancias u otros juegos con los sonidos latentes en las palabras, podemos decir que, más que una historia, más que los personajes, más que la ciudad que redescubre y crea, Caicedo encuentra una voz desde la cual armar el relato. Esta es la principal virtud del libro, no sólo para entretener, sino también para cautivar. Una voz singular, una primera persona que sale de lo común para llevarnos de la mano por todos los recovecos de Cali en los que haya rumba. Pero una primera persona engañosa, de esas que saben cuándo hablar de sí misma pero más saben hablar de los demás y del entorno, y construir rememoraciones que parecen sueños o paisajes abismales, casi siempre tensos, y regados de alcohol o marihuana o heroína o cocaína, lo que la noche tenga para entregar. Perdonen la vuelta sobre lo mismo, pero es tan cautivante esa primera persona que sólo ella justifica hablar de este libro como uno de los grandes, y hace pensar en otro gran constructor de voces como fue el chileno Roberto Bolaño. Se podrían citar sus obras más gigantes, aquellas en las que descolló, pero leyendo a Caicedo, leyendo éste Caicedo, podríamos tejer un paralelo con ese susurro cercano a la muerte con que avanza Nocturno de Chile, donde el Cura Ibacache es el narrador atrapante que busco parangonar acá.
Con la salvedad, claro, de que aquí nuestra guía es una dama, María del Carmen Huertas, una mujercita caleña de una belleza inquietante que nos conduce por las jornadas más intensas de su vida, las que la alejaron de su destino de “niña bien” dentro de las clases acomodadas de la ciudad colombiana. En ese derrotero, en ese animarse a salir de la seguridad de su entorno, María irá descubriendo el poderío de su figura, que logra hipnotizar y conquistar a todo aquel que ose mirarla por más de un par de segundos. Será su actitud la que la irá llevando de rumba en rumba, de cuerpos en cuerpos, de bailes en bailes, siempre guiada por el hambre de sus oídos, inexpertos en un principio, y luego grandes conocedores. Así desglosará las principales virtudes de los Rolling Stones, pero también de muchos otros grandes músicos –centroamericanos, sobre todo–, que por entonces (los 70 colombianos) eclipsaban las estaciones de radio del país. Y en el camino enamorará –y se enamorará– con la violencia de los más duros golpes de batería y el sabor de los tonos más dulzones de la guitarra.
En tren de decir, habría mucho, muchísimo más por agregar sobre ¡Que viva la música!, el punto más alto de la carrera de este colombiano que a lo largo de este texto soltó frases tan poderosas como esa que casi ruega: “no accedas a los tejemanejes de la celebridad. Si dejas obra, muere tranquilo, confiado en unos pocos buenos amigos. Nunca permitas que te vuelvan persona mayor, hombre respetable”. Y cumplió con su propia sentencia sin dudas ni volteretas justificativas. Él ya no está, pero sí su obra, esa que podemos ver a lo lejos como una ceiba frondosa, plantada en la tierra que lo vio nacer.

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